Aventura

Literatura, naturaleza y emoción.
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viernes, 2 de mayo de 2025



Sobre la tierra

Yamil toma el agua de su botella y cae al suelo. Cae al suelo, desfallece, pero no morirá, porque el amor más inmenso no lo deja morir. No quiere morir sin el beso de la mujer pequeña y difícil: Kaisa.

Allá está, Yamil, allá lejos, donde te evita, porque no te ama, no te ama, no te ama como tú corazón la ama. Entonces Yamil se va caminando de la ciudad a las tierras de la muerte. Camina esperando que Dios le traiga el amor a su puerta, a su lado, a sus manos de ternura y a su boca de deseo. Yamil camina por la tierra ochenta pasos más y ya sabemos que está en el suelo sufriendo; y llora, porque hay algo que no quiere aceptar: sabe que no hay oportunidad.

Kaisa está lejos en otra ciudad a mil kilómetros de distancia. Nada se sabe de ella. Es un secreto que no sale a la luz. No hay forma de hacerla ver el amor. Yamil le ofreció la vida entera. Ella no dijo nada. Quizá no le creyó. Quizá tenía otra promesa de amor. Quizá también sintió que le faltaba algo que Yamil no tenía. El amor es algo tan recíproco, que no puede existir si uno de los dos no siente nada. No enciende. No prospera. Es una completa ilusión y una mentira terrible.

Yamil está derrotado. Su única esperanza es un encuentro casual. Kaisa lo tiene bloqueado en las redes sociales, en las llamadas y en toda forma de comunicación. Yamil está enamorado y puede que pase la vida entera sintiéndose perdido y solo. No amará de otra manera. No lo molestará el tiempo ni el dolor. Yamil espera y espera. 

Yamil vuelve en sí.

No pierdas la cabeza.

Yamil vuelve a casa. El sentimiento de completo vacío y de soledad lo llena de amargura. 

La noche es una pausa. 
Las estrellas brillan como ojos tristes.

miércoles, 1 de enero de 2025


El hilo negro enredado
Alik Handru, microcuentista chileno.

Siempre fue vestida de negro. Pero no sabía por qué. Así diseñaban toda su ropa y gastaban bastante en hilo negro. No usaban otro color en su ropaje. La vestían así y quedaban felices. Aunque ésta es la imagen típica de la muerte, dicen las escrituras que es un ángel, un ángel blanco e impertérrito de un Dios que no deja comprender aún todos los misterios de la vida que conocemos hasta la fecha. Quizá nuestra mente mejore con los siglos y podamos adentrarnos en esas cosas de las que nadie quiere escuchar. Las historias vienen y van. Las ideas son eternas y permanecen guardadas para heredarlas una y otra vez hasta que sean superadas por otras mejores.

El ángel de la muerte sabe nuestra fecha. Dios lo envía. Es lo único cierto.

Mariano fue como cualquier otro niño encantador. A pesar del amor, de la educación, la vida haría de él un hombre de mal. Su valor se midió en medio de cuchillas y de armas. Había desafiado al más malo de todos y pasó lo que ya sabes: recibió cinco disparos en el cuerpo y quedó tirado en la calle hasta que lo encontró la policía con su madre suplicando otra oportunidad. 

Todavía resuenan en mi cabeza los secos lamentos de su madre al escuchar la noticia no por dolor, sino por paz, porque ella esperaba ese final.
-¡Hijo mío! - gritó y no hubo más voz ni brotó una sola lágrima.

Sangre. El dolor, limpiar esto, si sé, lo sé, este llanto, esta resignación, este alivio. Porque yo estaba esperando, en mi parte más oscura, su muerte, que es la paz también para los demás. Ya no quiero ser madre. Sólo quiero saber que ya se acabó. Trajiste sufrimiento, Mariano, trajiste dolor y ese dolor lo cargó cada persona que te amó. No sabes cómo me siento, cuánto te quise, cuánto daría por haber hecho algo más. Yo te siento y me hundo en este silencio incómodo y malo.

El ángel había cumplido su misión y no volvió a saberse de Mariano. Las flores se secaron sobre su tumba y luego fueron a dar a la basura. 

El hombre hace al hombre y también lo destruye. 

Dos mujeres que no se conocieron buscaron la forma de morir casi al mismo tiempo. Nadie las detuvo. Dicen que sus decisiones fueron motivadas por hombres tiranos y malvados que las colapsaron. No soportaron la presión, pero tampoco tenían que hacerlo. Se paralizaron y no huyeron como pensaríamos. Se cree que ambas sintieron lástima de esos hombres: ¿quién los iba a querer? Creyeron que los podían hacer cambiar. Entonces tú te preguntas cómo alguien puede influir tanto en tu mente y lo ves simple y concluyes que esa persona es débil o influenciable y no aceptas otra opinión. Notas algo distinto ahora que buscas entender. Recuerdas que, muchas veces, tu mente no da para más e intentas olvidar todo y te distraes hasta que te vence el sueño y despiertas y no se ha ido nada del agobio que no te deja descansar ni dormir ni soñar bonito. Ambas nunca se conocieron ni sabemos si se conocerán. Ambas fueron a comprar una soga y hacen lo que intuyes: se ahorcan. La vida no les da ninguna esperanza ante una persona horrible que pensaste que te amaba. No supieron cómo luchar. Estas mujeres son hermosas. Su pelo es largo, muy largo y cae, flota y va y viene. No debiste imaginar esa situación.

Las dos mujeres fallecen y nadie quiere acordarse de ello. Todos quieren saber por qué ha ocurrido. No hay carta ni nota de despedida. Entonces las encontraste meciéndose, vomitas y algo de relajo te da esa purga. Consigues olvidar después de años, pero sientes culpa por no haber hecho algo. No había nada que hacer. Su familia baja la cabeza y se siente culpable de por vida. La tristeza no se va del corazón cuando se amó de verdad.

Me gustaría morir en el sueño.

Cuando niños nos permitimos hablar de la muerte. Nadie pensaba en eso. Pero nos juntamos en el patio de la escuela y estuvimos de acuerdo en que morir en el sueño era la forma más agradable e indolora de dejar el mundo. Pero éramos chicos y no sabíamos el alcance de esa conversación. Vino un silencio grande y luego dijimos que mejor nos íbamos a jugar y así lo hicimos, pero yo sé que esa conversación tan íntima haría trauma. 

Crecimos. Rami murió electrocutado junto a otro trabajador mientras intalaba unos cables en un ducto bajo tierra. Alguien dió el paso de la corriente sin saber que ellos estaban ahí. Era un tipo grande y siempre se burlaban de él. Daba puñetazos y siempre andaba enojado. Tenía buena situación y creo que eso molestaba a los otros, porque siempre llegaba con cosas caras y uno ni hablaba, porque nosotros apenas teníamos dos monedas únicamente para comprar dulces y pasar el hambre de estar todo el día encerrado aprendiendo a ser mejor o a ser peor. Entonces hubo duelo y ese silencio que siempre acompaña a la muerte. 

Siento que necesito desahogarme de eso y más.

Alberto era algo callado y tampoco conoció a las dos mujeres. Supe que también se quitó la vida. Era huraño. Era alguien difícil de tratar. Jugaba como cualquier niño, pero había algo de violencia en su actuar, algo que sólo sirve de detalle. Recuerdo a su madre. Ella parecía ausente de la crianza de su hijo. A veces creo que ella le tenía miedo a su propio hijo, incluso desde pequeño. Las madres saben siempre cómo termina la historia de cada uno de nosotros desde el primer día en que nos miran el alma a través de los ojos. Alberto murió de veinticinco años y fue olvidado.

Cada muerte que hemos conocido necesita un desahogo, una conversación para liberar ese monstruo destructivo que es la angustia, el nerviosismo o el miedo. Cada muerte es un porqué y luego seguir adelante. Y nos sentimos solos y desamparados.

Escúchame: he sentido mucho dolor y no lo he comunicado. Estas líneas ayudan un poco. Hablar y hablar. Necesito decirte que me he sentido triste y asustado. No me quiero morir. Me da miedo vivir. No quiero perder a nadie. Quiero que todos vivan para siempre y que sean felices. Aún lloro por los que no pude salvar. Quiero entender igual que todos. No hay que morir sin haber sido feliz. ¡Oh, Dios, cómo puedo vivir con esta incertidumbre!

Quiero salir a fumar. 
Déjenme solo.
Gracias por comprender.




        

sábado, 30 de noviembre de 2024



 Chisme aburrido


Hay una señora que vive al lado de mi casa. Puede que sea jubilada. Es tan vieja como yo, pero estoy segura de que cree que es joven. Suele pasar que creemos que los demás están más viejos que uno, pero es simple impresión y consuelo de autoestima de última temporada.

Ayer estuve mirando el paisaje desde mi casa. Cierto que vivo en una delicada altura. Puedo ver el riachuelo que recorre el pueblo en estas afueras y me consuela saber que no moriré de sed por si se asoma una catástrofe mundial o el fin del mundo como anunciaban todos esos fanáticos religiosos. Creo que, desde la infancia, uno debería ir a clases de madurez y de sentido común para no caer en la estupidez tan fácilmente.

Hoy vi a la vecina cortar los árboles con un sombrero de paja, idea tomada, creo de antiguas películas en blanco y negro de jóvenes amas de casa idealizando su vida matrimonial, una idea de mierda pensada por hombres de mierda. Muchos de esos viejos maridos aún existen y no saben ni siquiera freír un huevo o untar mantequilla a un pan. Podrían vivir en un restorán de por vida si así pudieran ser atendidos; a veces creo que toda esa horda de ancianos en casas de reposo fueron mujeres que nunca movieron un dedo y hombres que se casaban con el único propósito de tener una mujer que les sirviera.

Nací sin ganas de vivir. Soy sincera. Todo se me hacía aburrido. No sé por qué debo participar de la vida de otra gente. Fui huraña toda mi vida. Cuando me puse a observar la vida de la mujer de al lado de mi casa me di cuenta de que compartíamos el mismo odio por todo. Y no quería ser la receptora de esos malos sentimientos, así que empecé a ignorarla hasta que la olvidé.

Fue una decisión terapéutica. No tenía que preocuparme. No fue fácil escapar del chisme. Un día me topé con ella en un almacén comprando carne. Miré sus manos amarillas y arrugadas y luego miré las mías. Entonces no quise verla más y empecé a detestarla.

Mi primera forma de eliminarla fue plantando arbustos en el límite de los sitios. 

Luego pude colocar arbustos para usarlos como cortinas frente a las ventanas para que evitar su presencia ante mis ojos.

Finalmente, dormí en paz. 

Con los meses, ella dejó de estar en mi mente. Me había puesto a tejer y fabricar colchas de colores como toda una abuela clásica y aburrida. Tuve abundantes ideas de cómo hacer las cosas. Me sentía feliz y no tenía que pensar en nada.

No todo fue tan feliz en medio de ese paisaje de descanso. Un día me puse a mirar por entre medio de los arbustos y vi a la mujer tirada en su patio. Al lado, un perro pequeño la acompañaba y gemía de angustia. Me puse una de mis colchas y caminé hasta la puerta de entrada de su casa. Demoré en dar la vuelta y más me costó comprobar si estaba viva. Ocurrió lo obvio: mi vecina estaba muerta. Hacía frío y no sé por qué pensé que esa mujer vieja también se congelaba, así que la cubrí con mi manta y llamé a la policía. 

Cuando llegó la policía conté lo sucedido y me dejaron ir.

Volví a casa y perdí las ganas de tejer. Me costó dormir por varias noches y, cuando algo pude dormir, despertaba cada una hora en la madrugada.

Llamé a mi hijo y quise contarle toda la historia, pero él se limitó a decirme que quizá fuera mejor que volviera a la ciudad porque si me pasaba algo, había un hospital cerca.
- Gracias, me gusta esta vida.
- Mamá, no quiero que te pase nada malo. Yo sé que es bonito allá, pero deberías pensarlo y…

No seguí escuchando lo que me hablaba. Tomé mi auto y manejé al pueblo y compré cigarros y una botella de vino. Volví a casa y fumé y me tomé toda la botella hasta que me dio sueño. Cuando desperté, todo seguía igual y ni yo ni nadie había cambiado al mundo como han soñado todos los que no tienen nada útil que hacer.

domingo, 11 de febrero de 2024


El vacío y la piedra

Ella tomó su rabia y la puso a disposición de sus actos. 
- ¿Quieres que te lleve a dar una vuelta? -dijo Bruno.
- No lo sé. Es tarde. Hace calor. La mala suerte de estos cambios en el mundo me agobia.
- No es para tanto, Lucía. Hay cosas peores.
-Tú no sabes cómo me siento.
- Sí lo sé. Todo pasó porque no quisimos tener hijos. Recuerdo cuando dijiste que un hijo no te haría más feliz.
- Eso ya no tiene vuelta. Quizá es otra cosa.
- Es parte de vivir solos. Ya no se hacen amigos como a los veinte años.
- ¿Qué sabes de cómo se siente una persona?
- Lo puedo imaginar. 

Bruno aceptó quedarse en silencio. Fue a ducharse después del sexo amoroso que aún mantenía con Lucía. Es que ya sólo quedaban ellos, los amigos, los conocidos y los familiares que se acordaban de ellos. Bruno se bañó con agua fría. Lucía había abierto una ventana y dejó entrar el frío de las dos de la mañana.

Lucía esperó un rato y se quedó inmóvil, sentada esperando que el frío aplacara su rabia, su destino y su soledad. Entonces tomó varias cosas que ya no tenían sentido para sus sentires: fotos viejas que rompió en pedazos, decoraciones, libros, recuerdos de viajes y de años pasados. Lo echó en una caja y los dejó a la vista, porque pensaba en dejarlos en la calle para que se los llevara la gente.

Bruno caminaba desnudo en la habitación, pero Lucía ya estaba acostumbrada a esa valentía. Ella aún no era capaz de aceptar la vejez que empezaba a pintarle el pelo de blanco. No eran viejos, pero tenía ella la necesidad de esconderse de su propia imagen. Bruno la vio cerrar los ojos y la acarició delicadamente, sabiendo que ella estaba cayendo al vacío y que no podía llenarlo ni con todo el amor que sentía. 

Bruno se vistió y salió con Lucía a caminar en ese desvelo nocturno. Llegaron a lo alto de un cerro que dominaba la ciudad. Entonces vio una piedra grande, la tomó y la lanzó contra unas botellas tiradas en el suelo. Cuando todo se quebró, Bruno la dejó sola. A lo lejos había jóvenes quemando neumáticos. Parecían adorar el fuego como los antiguos habitantes del mundo. Lucía ya estaba apaciguada, pero también adoró el fuego y el humo que dominaba el ambiente con un olor pesado. 
Habló un poco.
- Bruno, déjame sola. Sólo déjame sola y vete. Conquista a otra mujer. Vive. Aún tienes tiempo de ser feliz de una manera más normal.
- No…Lucía, sabes que no me quiero ir. 
- Sólo hazlo. No me necesitas.

Al día siguiente, Bruno debía trabajar. Lucía lo besó al despedirse. 

Cuando Bruno volvió por la tarde, Lucía estaba rígida, con la mirada llena de vacío. No se movía y pesaba como una piedra. Bruno la movió y no la pudo traer de vuelta. Estuvo haciéndole cariño y diciéndole que la amaba, pero ella no respondía. Quiso llamar una ambulancia o pedir ayuda, pero no quiso vivir ninguna pérdida. Bruno se acostó al lado de Lucía y esperó pacientemente que ella despertara.

Lucía despertó y vio un cielo lleno de estrellas. A su lado estaba Bruno dormido y enamorado. No quiso avisarle de sus próximos pasos.

Alik Handru, microcuentista chileno.

jueves, 28 de septiembre de 2023


No sé decir que te amo

Claudia vio la ruptura. No dijo nada. Siguió con la rutina a pesar de que no había ni una sola gota de amor. Pensaba si decirle que todo terminaba o no. Ese día él ya había hecho un plan para el fin de semana. Claudia dijo que estaba bien. Entonces pensó si ir a la playa la dejaría aliviada de terminar una relación gastada. Claudia no sentía amor ya. Tenía el hábito. Tenía la rabia de no ser valiente para decir la verdad. Claudia tomó la firme decisión de no pensar en nada ni en nadie. Entonces se dejó llevar ese sábado por el oleaje y su mente se dejó llevar por el amor de él. Se sintió liviana y dejó que el tiempo pasara siendo feliz sin pensar. Quería saber que así era fácil, que así no haría daño, que así es la vida. Y no se dio cuenta de los días ni de los años. Sólo disfrutó esa situación de promesa de vida feliz de película. No fue sincera con ella misma ni con él. Así es como te dejas llevar por ese amor que te llega inevitablemente y agradeces que te amen. Y sigues el camino elegido para no pensar ni caer en una fuerte depresión. Claudia esperó el día y la hora en que se sintió más fuerte para huir sin decir nada, cambiando número telefónico, cerrando la puerta, llorando en su habitación con la puerta cerrada allá bien lejos. No había nada que celebrar. Él la buscó porque siempre la amó. Y aunque consiguió su paradero, tocó la puerta hasta que lo venció el cansancio. Sé que Claudia quiso abrir para ser abrazada de nuevo sin condiciones, porque él la perdonaría una y otra vez; él estaba ahí, él la amaba. Claudia quería empezar de nuevo, pero en su corazón seguía apegada a él y no podía sacárselo de la cabeza sin saber por qué. Claudia hizo un duelo especial por aquel amor que no supo devolver. Después de un año recién se atrevió a salir con alguien de nuevo. Sentía miedo de herir a su antiguo amor. Claudia ahora sentía que podía amar, pero sabía que iba a comparar el amor recibido. Claudia no pudo aguantar el miedo a perder y, antes de cualquier decisión, fue con su antiguo amor a disculparse por irse sin explicaciones, pero no dijo la verdad: no dijo que nunca lo amó. Sólo se disculpó por ese desaire violento. Él la escuchó y la miró a los ojos. Ella también lo miró y quiso decirle que lo quería, pero sabía que era tan poco, que no merecía hacerle creer que tenía esperanzas de volver a estar juntos. Claudia se fue otra vez a su cómodo lugar y sólo pensó en su nuevo romance sería bueno y perfecto. Y sí, fue como esperaba. Sin embargo, el recuerdo de su antiguo amor no la dejaba nunca estar tranquila. Vivió feliz tanto tiempo como uno quisiera. A veces viajaba por las calles de la ciudad de su viejo amor tratando de encontrarlo para que le diera el descanso que necesitaba. Manejaba su automóvil escuchando canciones antiguas. Lloraba de nostalgia. No lo encontró. Nunca tuvo éxito. No preguntó a los viejos amigos ni lo buscó en las redes sociales. Claudia siempre lloraba. Porque los años pasan y siempre un amor y una bonita historia nos harán doler el alma.   

sábado, 26 de noviembre de 2022

Lenvantarse y amar



Levantarse y amar

Fernando se levanta y desayuna. Vive en el séptimo piso de un departamento rodeado de otros departamentos. Hace años que no conoce la tierra o el agua de allá lejos, de los recuerdos, de los paisajes conocidos y por los pasajes misteriosos de las piedras gigantes. Eso ya no le preocupa, eso es otra época. Ya ha batallado; ha sido vencedor y ha sido derrotado. El paisaje es otro ahora. Éste es el futuro que nadie imaginó.

Fernando se sumerge en esa monotonía y en esa estructura. ¿Qué haré hoy? Entonces, con la espera del amor, recibe el mensaje de Ana. Escucha la voz de Ana y ella habla dulce y calma esa agitación y parece ser el remedio para cualquier malestar corrosivo. La ciudad está organizada y entrega todas las posibilidades. Eso piensa Fernando. Todo es llegar, presionar botones y recibir lo que se quiera. Fernando espera que ella termine de aliviar y animar su mañana.Fernando contesta. Dice que quiere salir a la montaña y nadar en el agua fría del río en su propio origen. Ana está de acuerdo. Pasará en una hora por él.

Fernando me pregunta si quiero ir. Respondo que sí. Esa ternura me fascina en su voz de amor. Le digo que me gusta contemplar ese verdor y esas flores y cactus, espinos y eucaliptus, pinos y quillayes de las montañas. No sé si sea por cultura, pero me gustan las flores. No podría odiar la belleza.

Veo a Ana llegar y me gusta ver su pelo flotar al viento. No sé si lo advierte, pero estoy en ese límite entre la felicidad y la tristeza. No distingo eso. Ana me besa y me hace sentir que este día se hace más agradable. Me gusta que ella se ponga sus lentes para el sol. Respeto esa privacidad, porque yo también los uso para que no me pregunten nada.

Vamos a la montaña y el ascenso me llena de ese aire fresco. Nos detenemos en un mirador y tomamos fotos. Yo evito aparecer. Pero me gusta ver a Ana siempre fresca, siempre buscando la belleza en todas partes.

Fernando parece siempre estar igual. A veces sé que simula una normalidad y quisiera saber qué le pasa. Nunca me cuenta qué siente. A veces debo esperar todo el día para que alguna palabra de ese mundo interior se libere y se comunique. Me gustaría tener esa confianza de alguna gente que se habla toda intimidad, incluso en presencia de extraños. Recuerdo esas familias donde todo se hablaba y donde todos parecían ser más felices por hablar y por ser escuchados. Entonces yo las observaba y me preguntaba si yo había crecido en una familia rara, donde los secretos y el silencio, la omisión y el juego de palabras habían nublado mi juicio. Me costaba acceder a Fernando, pero me conformaba diciendo que ésa era su normalidad.

- Ana, ¿vamos a comer algo? –
- Ya, vamos. Quiero comer helado.
- Yo también. 

No hay nieve cercana. Ya casi llega el verano. Ana y Fernando no se sacan sus lentes. El sol está fuerte y hace calor. El agua suena cerca. El río lleva la vida a la ciudad. Fernando y Ana disfrutan el viaje y se toman la mano con frecuencia. Me gusta ver esa delicadeza propia de quienes ríen de amor. Tan potente es el amor, que vuelve cursi a todos por igual.

Ana está contenta, lo sé. Y quiero que esté siempre igual y quiero que esté conmigo y quiero que siempre sonría y que sea eterna. Me gusta que siga mis chistes o mis estupideces. Me gusta que esté en la cama haciendo juegos con mi cuerpo y que me deje dormir apoyado en su regazo. Me hace sentir protegido y que nada más importa.

Comimos helado y ese día fue bonito. Fernando rio bastante, nadó en esa fría agua de la montaña y yo sentí que volveríamos a su departamento y que dormiríamos desnudos sobre la cama mientras el aire nos mecía hasta dormirnos. Imaginé que despertaría con él y que el deseo de adorarnos el cuerpo con besos y caricias alcanzaría el mediodía. Fernando dijo que ese día había sido feliz. Eso dijo. Eso recuerdo. Entonces no me invitó a quedarme con él. Me pareció raro. Así que ese domingo desperté y me levanté para escribirle un mensaje en el teléfono. Pero no contestó. Y me costó aceptar que ya no me podía levantar y decirle que lo amaba al mismo tiempo.

La ciudad se lleva todo rastro de imperfección y recubre el pasado con otras vestiduras. Entonces buscamos la fiesta y el frenesí. Algunos abandonan la ciudad y se van a vivir al campo. Las casas cada vez están más caras. Todos quieren volver a la tierra para contemplar el cielo limpio y suspirar sus sueños de libertad. Ana no volvió a la ciudad. A veces la veo sola sintiéndose culpable. Le digo que todos tenemos culpas y que elegimos volverlas invisibles con el olvido. Así me la llevo con ella. Siempre termino diciéndole que deje a Fernando en su propia lejanía y que, si ya no está, no ha sido por maldad, sino porque hay personas que no tienen la fortaleza suficiente para soportar las duras pruebas que ellos mismos eligieron padecer. Son decisiones íntimas que, veces, parecen conformar aquello que llamamos destino. Ana me mira. Sé que si me presta atención es porque quiere sentirse mejor. Trato de mejorar su ánimo y me esfuerzo. No hay olvido. No se sabe por qué no podemos sacarnos a algunas personas de la cabeza. No bajo la guardia. Amo a Ana. Ella es así: uno la ama simplemente. La recupero con besitos. Los días buenos son cada vez más. Tomo fuerzas. Quiero una vida con Ana. Por eso parto todos los días levantándome y diciéndole que la amo. 

Alik Handru, microcuentista chileno.

lunes, 25 de julio de 2022

El que ocupa 

«Imagínalo».
Pan, Margaret Atwood.

Hay personas que viven con él: el mal. Comienza ingresando en su odio. El mal ocupa espacio y traiciona sus mentes, haciéndolos huraños, ajenos a la humanidad, raros, crueles.  No se dan cuenta. Ese mal juega con sus mentes y no hay poder médico humano que lo cure. A veces lo adviertes a través de su mirada seca y muerta, sin luz ni amor verdadero. Saben fingir. Y no saben quiénes son. Son miles o millones. Yo te cuento esto para que entiendas que ese mal sólo lo puede sacar alguien que tenga poder para hacerles la purificación y volver su espíritu a su centro. Porque algunos reaccionan y buscan la cura; otros mueren ignorando la verdad.

Un hombre gruñe y golpea a otro. Un foco ilumina el drama. Es la calle y su basura siendo llevada por el viento. Nadie interviene. El mal le da fuerza a uno, agarra la cabeza del otro y la azota contra el piso varias veces. Desde las sombras, una persona luminosa reacciona y le patea los brazos para que no lo mate. Otro hombre toma la cabeza del caído y trata de percibir señales de vida de ese cuerpo dañado por la maldad. Se salvan dos vidas esa noche. La venganza se apodera del vencido y su mal lo guía sin fin hacia una vejez amarga. El vencedor también lo recuerda. Ambos no sienten arrepentimiento.

A veces tienes mucho dinero y te sientes poderoso. Lo ocupas en darte gustos y en parecer que el mundo te pertenece. Entonces recuerdas que saliste de esa humilde casa mal construida y te sientes un poco culpable de vivir a lo loco en medio de gente a la que le importas en billetes y no en consideración sincera. A veces has intentado hacer feliz a una persona comprándole cosas, invitándola a comer a lugares caros y a visitar lugares lejanos de la tierra. Pero ese vacío no se llena, porque quieres más y, la verdad, no hay más. Sólo te queda esclavizar gente para sentirte poderoso. Lo logras con dinero, obviamente. Tu familia te observa y no te molesta. Estás lleno de vacío.

Un niño cae a un canal de agua que bordea todas las casas de ese campo que reconoces. Salta el abuelo a rescatarlo. Lo logra. Lo empuja y lo deja en la tierra. El abuelo no tiene fuerzas para salir de esas aguas y nadie lo escucharía. Se deja flotar, pero el miedo lo va hundiendo en su depresión. Cree que ese instante es su castigo y su redención. Ofrece su sacrificio y no revelaremos sus razones. Se le ve risueño. Algunos niños lo ven durmiendo sobre el agua. Uno lo mueve con una vara. El anciano bosteza, se llena de agua y se hunde. Los niños se sienten asqueados y llaman a algún adulto. Sacan al muerto y lo llevan a la morgue. Huele demasiado mal. Abren todas las ventanas. Nunca olvidarías ese olor.

El tipo cocina de mala gana y queda todo desabrido, dejando un pésimo sabor en la boca. Eso le trae una amargura que lo invade hasta los huesos. Va al baño y se lava los dientes sin mirarse al espejo. Usa enjuague bucal. Come chicle de menta. Ahora se mira al espejo. No puede ocultar el malestar. Camina y entra a un restorán, se sienta y lee la carta, pero nada le apetece. Vuelve a casa. Siente hambre de verdad y prepara comida con mucha paciencia. Olvida su grosera violencia de hace unas horas. Se sirve y come lentamente. Hace ruidos de satisfacción. Uno sabe que si la gente alaba la comida es porque estaba deliciosa. Entonces, al verlo, ya sabes que está satisfecho. Nadie sale lastimado.

Yo vi todo esto y doy fe de que son verdaderas estas historias. Estas son mis palabras y mi silencio también.


martes, 18 de enero de 2022

Tigre



Tigre

Dedicado a un hombre que luchó por ser bueno.


La historia comienza en una discoteca. Tenía ojos felinos. Él me acechaba en la oscuridad, convencido de que lograría tenerme en sus garras. Adivinaba su apetito. Con la mirada, le indiqué que me siguiera. Cuando vi su rostro en la claridad del bar donde nos fuimos a conversar, advertí que sus ojos de tigre estaban atentos a cualquier movimiento. Me dio miedo que fuera serio y bravo, pero esa tensión se alivió con diálogos amables. Lo encontré interesante. Hablamos lo suficiente y acordamos que nos veríamos al otro día, porque ya cerraban el local y nos estaban echando.

Salimos a conocernos. Mostraba una gran ternura en sus gestos, a pesar de aparentar ser un hombre serio y hermético. Era grande y pesado, puro músculo, puro trabajo duro. Era robusto, un poco más que yo. Éramos grandotes. Con los meses, fuimos pareciéndonos cada vez más. Incluso nos dejamos la misma barba, lo que provocó que la gente nos empezara a confundir. Hay fotografías donde parecemos gemelos. Pero eso demoró en concretarse. Debí escuchar una biografía salvaje para liberarnos del pasado y, de esa forma, pudimos construir un futuro.

Se fue relajando con el paseo. Al principio no decíamos mucho, pero, en esas pocas palabras que intercambiamos, lo percibí dócil, dispuesto a darse a conocer y a ser querido. Caminamos largo rato. No hablamos temas personales graves. Hablábamos de cosas divertidas y nos reíamos. Se sabe que ver reír a una persona difícil es la forma más sorprendente para conocerla a fondo. De impulsivo, lo miré, lo abracé, lo besé y se quedó quieto. Respondió con delicadeza, me acarició el cabello y me abrazó lo suficiente para que se entendiera que los sentimientos eran recíprocos. 

Salimos toda la semana para conciliar nuestras soledades. Yo sentía que me había domesticado y no al revés como suele ocurrir. Me había llenado el corazón de amor genuino. Confesamos amores y desamores. Llegamos a detalles íntimos. Calculamos osadías del cuerpo. Pero, primero, acordamos hacernos los exámenes de salud de rigor. Llegado el momento de verlos - con temor, como siempre sucede -, respiramos aliviados, porque es difícil confiar en alguien a la primera. Haríamos todo con métodos seguros.

Llegó el fin de semana y fuimos a amarnos con el deseo de fuego que nos quemaba en cada beso. Lo desnudé y vi que tenía varias marcas en el cuerpo. Parecían quemaduras. Él se dio cuenta de que esos signos me habían llamado la atención. Esos segundos de profundo silencio siempre dejan huella, tal como un trauma, como un tabú, como un acto que ocurre, pero del cual no se habla. 

Esperé largo rato antes de hablar. Acaricié sus marcas. Él cerró los ojos. 
- ¿Qué te pasó en la piel? – le pregunté con un tono sereno. Él respondió de inmediato:
- No me gusta hablar de eso. 

En otra oportunidad, mirábamos el techo después de la desnudez. Estábamos callados. En ese silencio, él carraspeó, me miró a los ojos y dijo que tenía que contarme algo. Nos cubrimos el cuerpo con una manta. Se acomodó, volvió a mirar el techo y habló. 

Crecí en una casa mal construida, sumido en la pobreza de un pueblo de mar. Vivíamos con mis padres, hermanos, abuelos paternos, tíos y primos, todos en un revoltijo de gente yendo de allá para acá y metida en todas partes. En ese pueblo lo conocí. Yo estaba recién descubriendo que era distinto, que mi naturaleza se sentía mejor con otro hombre. No lo puedo explicar. Nadie lo puede hacer, creo: sólo deseas la compañía de otro porque eso te hace sentir pleno y feliz. 

Tenía cerca de dieciséis años cuando nos conocimos. Fue en una salida a la playa. Solíamos tener amigos en común. Bastó una mirada para saber que se nos se nos revolvía el estómago de las intensas ganas de estar juntos. Nos buscamos con miradas y gestos silenciosos. Estuvimos viéndonos a escondidas en lugares secretos. Aproveché un día que estaría solo para llevarlo a mi cuarto. Fuimos descubriéndonos por primera vez. No pudo ser. Estábamos en ropa interior cuando, de golpe, entró uno de mis hermanos mayores. Nos gritó con toda su alma que éramos unos maricones de mierda. Mi primer amor se vistió y se fue rápidamente y no volví a verlo. A mí me tocó lo peor: mi hermano me comenzó a pegar con un cinturón por todo el cuerpo. Me paralicé. Yo no sabía cómo defenderme. Era tan débil en esa época, que sólo acepté ese castigo porque así debía ser para soportar esa vergüenza. Mi padrastro supo de eso y, porque sí o porque no, me golpeaba igual que mi hermano. Según ellos, a punta de golpes me harían un verdadero hombre. Me pegaban por cualquier cosa. No fueron pocas veces y cada vez fueron más duros conmigo. Sólo se cansaron cuando me quedaron las marcas, que no desaparecieron ni con cicatrizantes.  

Nadie de la familia me defendía. Mi madre tenía miedo. Ella ya había sufrido mucha violencia por parte de mi padrastro y yo sé que así fue, aunque me parecen irreales esos recuerdos algunas veces. Eran tiempos antiguos y mi mente tiende a borrar esos episodios terribles. Tampoco quiero hacerle recordar esos maltratos a mi madre. ¿Tuvo ella la culpa de todo lo que me pasó? No quiero saberlo. 

A veces me preguntaba si yo merecía tanto sufrimiento. No, yo no merecía eso. Me llené de rencor. Crecí y, apenas pude, me fui a probar suerte solo a esta ciudad. Meses después mi mamá se hartó y prefirió irse a vivir sola a otra parte del pueblo. Al hermano que me golpeó, no le hablo. Lo he visto raras veces, pero él no me mira a la cara. Mi padrastro es como un fantasma que debe andar por ahí como un mal recuerdo.

- He pasado solo muchos años. Tuve aventuras como toda persona que se equivoca. ¿Sabes que no había hablado este tema con nadie? No sé si sea bueno. No quiero que estés conmigo por compasión. Sólo quiero que entiendas que decidí por mí, que acá busqué mi felicidad y que acá te encontré – me miró y sentenció: - El amor te hace fuerte.

- No sé qué decirte – fue lo único que pude decir.
- Tenemos cerca de cuarenta años los dos. Ya no tengo miedo de lo que pueda pasar – dijo con serenidad.

Y añadió:
- Hay que vivir sin miedo y sin prisa, soñando juntos – dijo, suspirando fuerte-. Por difícil que sea, vale la pena ser uno mismo.

Se nos fueron las ganas dormir, así que nos quedamos despiertos, compartiendo confidencias hasta que salió el sol. 

Lo contrario del amor es el miedo.
El miedo arruina la vida de toda persona.



 Por Alik Handru, microcuentista chileno.

domingo, 31 de octubre de 2021

La costumbre de los insectos

La costumbre de los insectos

Yo era la noche y era la oscuridad, el tiempo de los otros, los que no deben ser. Me encendiste, me necesitabas, me buscaste en la seguridad de tu miedo y te di la luz de mi foco eléctrico. Nosotros caminamos por todos lados con nuestras patas minúsculas y sigilosas por ese cuerpo humano que dormía cubierto con una única manta abrigadora. Fui el frío en esa habitación, persistiendo en mi existencia nocturna de hacer dormir bajo la luna.

El hombre despertó de todas maneras. Abrió los ojos y halló paz con la lámpara. Notó que había algunos insectos sobre la manta y la sacudió hasta sentir que se había liberado de todas esas pesadillas vivas. Poco a poco se reconoció y contempló su propia historia: no había lugar para él en este mundo. Hacía días que sabía que no tendría mucho tiempo. Los resultados médicos eran concluyentes. Y en esa intranquilidad, deseó soñar sin despertar jamás. El hombre, un tipo normal, con hijos y esposa a quienes ya había abandonado hacía años, seguía vivo por vivir. No tenía contacto con ellos. Algunas veces contestó mensajes, disfrazando su agonía con palabras de amor y de comprensión. Sólo él conocía su destino. Y sabía que tendría que mentir hasta que ya el cuerpo lo delatara. 

Tenía su despertador listo para que sonara en una hora más. Apagó la lámpara y cerró los ojos para no pensar más. Una hora más tarde sonó el despertador y comenzó el día con la rutina del baño y del desayuno. Los insectos de la noche estaban en sus escondites de día. La lámpara descansó. El frío no se sentía cómodo y se refugió en las sombras de los árboles.

El día está soleado y un hombre que ya no quiere pensar se dirige al trabajo. Allá hace su trabajo monótono; sonríe para no recibir preguntas y conversa sobre el mundo y sobre los otros. Me da pena pensar en él. No sé qué decirle. No hay nada más infructuoso que dar esperanza a un hombre que sabe que va a morir. Ni todo el amor del mundo puede inflar su pecho de alegría. Entonces sabes que eres una molestia, sabes que te ve como un insecto, sabes que para él todos somos unos insectos.


Por Alik Handru, microcuentista chileno.

viernes, 3 de abril de 2020

Ciervo


Ciervo


            Empecé a trazar el entendimiento de mi viaje. Estaba en un sector del bosque que no había sido recorrido. Mis orejas se movieron. Nada oí, nada me inquietó. Olí las hojas bajas de los árboles. Una racha de viento me hizo contener el aliento. El suelo tenía colores amables y tranquilos. En el bosque, mi mente se elevó hacia el cielo. Olí también un aroma dulce que transportaba la brisa. Caminé disfrutando perderme: la verdad, estaba descubriendo nuevos espacios del mundo que aparecían ante mí. Caminé por horas, hasta hallarme en un bosque pantanoso. Había tanta agua alrededor, que alcancé a percibir su movimiento, su vínculo invisible entre la materia y la vida del mundo, semejante a un tren con infinitos carros, destinado a transportar los elementos necesarios para que el mundo siguiera funcionando en su perfección.

            Me hundía en el barro. Seguí caminando. Seguí registrando mi paso por esa naturaleza. Me dieron ganas de echarme a dormir en un lado donde había tierra seca. Vi las ramas de un árbol sobre mí. El sol me abrigaba y vi cómo era de verdad su corazón de astro amoroso. Tuve claridad y tranquilidad de ánimo.

            Me dio sueño. Al atardecer todo se apagó. Fallecí viendo cómo una mariposa nocturna y una luciérnaga solitaria se posaban en mi cornamenta añosa. No dolió la muerte ni eché de menos mi cuerpo pesado. Yo nunca dejaría ser parte del todo, pues aún serviría de alimento para las criaturas diminutas que pueblan la tierra. No supe más que dar gracias.


            Cerca de un arbusto lo vi. Estaba en el suelo con sus huesos ordenados. Me impresionó esa muerte. Puse atención a la cornamenta de un ciervo que parecía haber muerto de viejo. Debía llevar años ahí, pensé, al ver los blancos huesos del animal que había sido.

Esa mañana salí de casa enrabiado. No sabía qué me pasaba. No quería escuchar a nadie ni quería saber por qué no me dejaban tranquilo siendo yo, y que me llamaran la atención por cualquier cosa. Estaba aburrido de ser manso y de sentirme un prisionero de mis padres, que insistían en decirme cómo hacer todo. No me entendían. No me escuchaban. Mi voluntad se rebeló con una desobediencia firme. Me dolía la cabeza, estaba confundido, desorientado; y no era que ellos fueran malvados, sino que, de repente, crecí y me di cuenta de que sus palabras ya no me servían para el nuevo hombre que estaba surgiendo de mi interior. Quería mi paz, mi violencia, mi voz fuerte, mi descontrol y mis desahogos. Me fui lejos para evitar tal destrucción. Deseaba enfrentar y defender mi arrojo a la naturaleza sin miedo a nada. Grité, rodeado de silencio.

            Me acerqué a esos huesos y me fijé en las cornamentas. Parecían ramas secas caídas de un árbol. Las moví un poco para sentir el peso. Me limpié las manos con un poco de tierra y después  me lavé las manos en un riachuelo. Tocar esos restos me dio escozor. Me quedé mirando el esqueleto largo rato. Comprendí mi vida actual como un estado nervioso de irritación por los cambios.  Me asusté cuando algo se rompió en mí y se aceleró mi entendimiento sobre el mundo. Primero, casi vomité el mal de mis días. Después grité y bramé como un animal al liberar mis tensiones. Y luego no pude controlar ninguna emoción. Liberé un torrente de emociones contenidas.

            Lloré como nunca, como si hubiera perdido a alguien de mi familia. Razoné y comprendí que estaba mal, que estaba sufriendo, pero mi introspección no hallaba la respuesta a mi fuerte rabieta. Puse atención al tiempo que había estado allí y fueron cerca de cinco minutos, pero en ese momento me parecieron eternidades. Me puse a pensar en mi casa, en mi presente y abandoné mi pasado. No temí el futuro que tantas veces me atreví a consultar a hombres viejos más despiertos que yo. Ellos me enseñaron a pensar, pero varias veces olvidé sus lecciones y me arrodillé con furia ante los errores que me hicieron llorar de vergonzosa impotencia.

            Sentí  que me perdía en el tiempo y que apenas dominaba mi cuerpo pequeño. Mi presencia era la de un niño, pero a veces me desgarraba en sueños y fantasías de hombre con más años, porque estaba dejando atrás la piel de mis primeros trece años. Estaba solo tratando de responder mis propias preguntas duras y reveladoras acerca de cómo es crecer y sufrir la ansiedad del futuro, cosa que nunca temí, porque me aseguraba la vida con la protección y el cariño de mis padres. Ahora era distinto, ahora yo debía ser el dueño y guía de mí mismo. Había dejado de ser un niño. Había dejado de jugar. Había muerto un niño para dar su vida a un hombre.
           
            Me dediqué a disfrutar el presente. Vi mi vida como si fuera un solo segundo de historia bien contada. Tan maravillado quedé de mi reflexión, que descubrí yo que existiría más allá del tiempo y de los relojes. Me sentí dueño del tiempo, como una fuerza que pudiera controlar con el poder del conocimiento que había adquirido.

Conocer la mente es la clave para tener poder sobre el propio futuro.

            Dejé de pensar. Se hizo tarde, pero no sentí miedo. El sol me iluminaría hasta el final del camino. Corté dos ramitas secas del arbusto que estaba al lado del ciervo muerto. Las limpié  hasta dejarlas como varillas y pedí a Dios que me guiara hacia un mejor lugar. Las varillas se convirtieron en una guía perfecta. Apuntaban como una brújula y sentí la energía del Creador guiando mi mano. Seguí el impulso de las varillas y llegué al principio de mi camino luego de tres horas caminando. Mientras caminaba, recordé cómo nació esta idea: hacía años conocí a buscadores de agua que usaban ramitas de árboles para hallar agua. Y me dije que si esas ramitas servían para buscar agua cuando se cruzaban, bien servirían para hallar mi camino de vuelta a casa a enfrentar aquello de lo que huía.

            No me perdí. Oí ruido de motores y de ruedas. Luego había gritos de niños jugando. Por último, había un zumbido de voces humanas conversando, gritando, riendo, existiendo. Las ramitas en mis manos sirvieron hasta la entrada de mi casa. Las boté en el jardín. 

            Contemplé mi casa y después de unos minutos entré. Se me pasó todo el hambre y el frío que tuve, pero que no atendí por andar pensando tonteras tratando de parecer rebelde con casa y padres preocupados. Me sirvieron un té caliente. Comí un trozo de pastel de frutas y me fui al corredor de la puerta de entrada para sentarme en una mecedora como un anciano gruñón. Nadie me molestó con preguntas, porque nadie me vio huir, supongo. Bueno, fue una huida secreta, no había para qué molestar a nadie con estos arrebatos. Lo quise, pero no funcionó. Fue.

            Atendí mejor la escuela. Hice travesuras y me divertí sin hacer mayor mal a nadie. Me gustaba estar atento, mejorar. A los pocos meses sentí amor por primera vez. En otra vida que pudo ser, fui tímido, pero, en esta, declaré mi amor y di mi primer beso. Entonces me sentí liviano y me supe un hombre más grande y más fuerte. No me faltó amor, porque después vi a compañeros metiéndose en problemas y, para que entendieran los adultos, concluí, para mí solo, que ellos solo necesitaron atención y cariño, palabras bonitas y enseñanzas. Yo creo que se desviaron del camino porque no supieron comprenderlos. Una vez uno me saludó y me pidió una moneda. Vivía en la calle y no lo reconocí. Habló con desagrado, ofendido por no recordarlo, pero le dije que estábamos muy viejos – lo que era cierto -, le di dos monedas para comprarse una cerveza y desapareció para siempre en esa vaga noche de mis muchos años.

            Crecí y seguí el curso normal de la vida como toda la gente. La vida me pareció un sueño, como han dicho tantos poetas. Fui todas las edades y viví en calma conmigo mismo. Pude aceptar toda mi biografía y quise contarla con el riesgo de parecer un sentimental o un perdedor, no me importó, porque pude expresar en palabras algunas de mis percepciones, porque el pensamiento es perfecto y lo que hagamos con él no siempre es tan maravilloso en palabras o en acciones.

            Ya estoy en edad razonable. A veces se me atiborran las palabras cuando hablo. Es que quisiera decir tanto y al final solo tengo buenas intenciones. Y se me van todas las conversaciones en máximas de hombre que cree que lo ha vivido todo.

La vida es simple. 
La vida es como la queremos ver.

No sé qué más decirles.
Hasta siempre.
Que la vida nos eleve como los árboles que buscan su claridad en el cielo.


Escrito por Alik Handru, microcuentista chileno.
Año 2019, recuerdos bonitos.










Leería hasta el final.

domingo, 28 de octubre de 2018

Formas de sentirse podrida




Formas de sentirse podrida

Me llamaron por el apellido de mi padre en la escuela. En ese entonces yo no lo quería tener junto con mi nombre. No sé si fue bueno decirlo, pero hubo una tarea de la profesora y le dije que no me llamara por mi apellido paterno. Le dije. Le conté lo que pude ser.

Fue liviana la confesión del secreto, porque yo me sentí fuerte para decirlo: 

- Mi padre biológico, profesora, quería que mi mamá me abortara y por eso yo no lo quiero en mi vida ni en mi nombre. En nada.

Ella me miró y no dijo nada, porque quizá no era bueno que una niña como yo contara esa penosa historia que casi estoy segura que fue por pura vanidad de víctima, como si sufrir hubiese sido algo que sólo yo viví. Quizá era el momento de soltarlo, como una venganza que no alcanzaba para violentar a nadie. Supuse que la vida me haría pagar esa cruel verdad dicha a todo un grupo de niños que apenas alcanzaba los trece años. Estaba fomentando el odio a alguien que ni siquiera conocían, pero, en el fondo de mi corazón, deseaba su completa destrucción.

Al terminar mi tarea, que era hacer una biografía personal entre dos compañeros, me sentí cansada y vacía. Soltar ese trauma de un recuerdo tan terrible me dejó desanimada. Mamá me confesó esa verdad. No estuvo bien hecho, hay que asumirlo. Crecí con ese rencor. Pudo haberme mentido. Con el tiempo, me hizo mal y tuve crisis de llanto que oculté hasta mis últimos días. A nadie le servía una llorona. No tuve padre. No lo nombré. No dejé que me encontrara. Y como si la memoria se apiadara de mí, se me olvidó que existía. Esos fueron muchos años.

- Perdona por haberte contado eso - lamentó mi madre antes de morir.
- Está bien...tranquila.

La miré profundo a los ojos. No supe qué decirle. Creo que la perdoné de algún modo, porque a pesar de estar destinada al sacrificio, ella me rescató. Pero, en el escondite privado de mis llantos, me sentía podrida y me quedé pensando todo el día si todo lo que se sufre deja de doler en la otra vida. 

Alik Handru, microcuentista chileno.
































Leería hasta el final.

domingo, 20 de mayo de 2018

Fábula: Hormiga


Hormiga

Ella ahorró muchos sueldos ganados en la compañía de teléfonos del siglo veinte, peleando con esos cables enredosos que pudo manejar con la experticia de un pulpo, y no precisamente de aquel caso del niño pulpo poeta que leyó con poco crédito en aquellos años de escasa virtualidad y alto contenido mítico-fantástico o, fatalmente, manipulación televisiva. Con una lucidez obsesiva para sus diecinueve años, creó su destino sin necesitar a un hombre. Nadie imaginó nada, ni cuando su mamá la vio de a poco llenar su pieza de electrodomésticos. El padre, que en esa época daba poca importancia a las mujeres, vio en su hija un alocado comportamiento que no comprendió hasta su debido tiempo cuando ella le comunicó que estaba embarazada de un hombre del cual nunca hablaría.

- No les voy a decir quién es el padre. Si me quieren echar de la casa tengo de todo para irme a vivir sola.

Al padre se le cayó la mandíbula y el cigarro que iba a encender en la sala de estar. A la madre se le fue la voz y quebró el cenicero que estaba secando para tirar la ceniza del cigarrillo que ya no impregnaría la casa entera con su olor pasoso. La chica se fue a su pieza y no se sintió orgullosa de nada ni le preocupó el castigo que esperaría por las tercas costumbres del siglo. Porque no había nada más horroroso en aquellos años que una mujer soltera con un hijo de padre desconocido. La rebeldía sexual de esta mujer no dio para tanto, ni siquiera para preguntas imprudentes. Como fue de esperar, todos hablaron de ella como una perdida, pero como ella no se quedaba callada y daba un poco de susto su presencia, nunca tuvo que responder preguntas imprudentes, ni siquiera de la almacenera, que era el centro informativo del barrio.

Ella tuvo a su hijo con la esperanza de tener su propio sueño de felicidad. ¿Quién era el padre? Bueno, ella me contó que buscó a un tipo apuesto y perdió la vergüenza con él y mencionó recatadamente, y luego con una sonrisa de aquellas, que el hombre estaba bueno y que lo había pasado estupendo, pero no me dio ningún indicio para saber quién era, así que no puedo contar esta historia con ese detalle.

La chica siguió trabajando en la compañía por largos años, hasta que el progreso de la tecnología la despidió de su puesto. Ya no existían los cables. Entonces le ofrecieron seguir si estudiaba para usar computadores. Lo hizo. Ahora era operadora de llamadas internacionales. Obviamente que siguió una rutina normal. Fue una feminista sin saberlo en aquellos años antiguos y su historia no llegaría a ningún libro, porque había roto las reglas de señorita sumisa.

El parto significó una madurez potente, así que también le puso a su hijo un nombre significativo. Lo que ocurrió después fue un milagro. Después de los días de reposo, y pasado meses de enojo del padre y del silencio prudente de su madre, volvió a casa con su hijo.

- Saluden a su nieto. Saluden, no muerde. Vengan a conocer a su nieto.

El niño alegró la casa de los abuelos y fue querido, como sucede siempre cuando el amor incondicional que entrega un pequeño alcanza para todos los que lo tienen en sus brazos. Los abuelos jugaron con él hasta volverse niños y olvidaron todos sus reproches para asumir su nueva vida de viejos amorosos que gatean otra vez en el suelo.

La nueva vida no alteró la mente de la chica, quien siguió siendo prudente con el dinero que ganaba trabajando. Un día una compañera de trabajo se fijó en su cartera antigua. Nuestra chica tuvo una sola cartera en su vida y la lucía en todas partes.
- ¿Para qué necesito otra? Esta es la única que necesito.

Y fue cierto, porque cuando murió, la cartera, hecha de cuero auténtico, seguía tan bien cuidada como cuando fue comprada por ella misma con su primer sueldo. Tuvo otra que le regaló su hijo que usó para salir a fiestas y ceremonias y con eso fue suficiente para toda una vida de trabajo incesante.

El niño creció bien, nada que decir. La laboriosa chica trabajó y compró una casa. Allí se llevó todos sus electrodomésticos y demases y se fue con su hijo a vivir a la capital. Allí buscó trabajo de secretaria en una compañía de camioneros. Los abuelos dijeron adiós al niño y su hija les devolvió una sonrisa atenta y segura. En ella no había lugar para la duda, porque debía pagar su casa nueva en numerosas cuotas fiscales.

En la capital, ella conoció a un tipo y lo quiso, claro, pero no era para llevarlo a la casa, porque primero estaba su hijo.

- Vamos a ser felices puertas afuera. Puedes venir por mí cuando quieras. Ah, y me gustas mucho.

Lo pasó bien como quince años en la compañía y con su amor puertas afuera. El hombre intuyó, en un diálogo desnudo de una noche de amor, que ella no sería para familia así que fue directo cuando quiso terminar. Ella lo besó y cerró la puerta del edificio del amante querido cuando se lo dijo derechamente un frío viernes de otoño. También cerró su corazón, pero tampoco era de piedra, así que lloró toda la tarde antes de que su hijo llegara de la escuela y se amargó por semanas como toda mujer que quiso de verdad a un hombre.

Estuvo así como un mes y medio haciendo pucheros, pero cuando se dio cuenta de que la cara se le caía de pura tristeza, renunció a su trabajo. Estuvo sin penurias porque ahorraba mucho. Entonces aprendió a comprar terrenos baratos. Compró uno. Al cabo de cinco años multiplicaría su valor y con ese dinero empezaría a comprar más terrenos y a especular con el alza de precios. Era inteligente, esforzada, buena madre, una mujer casi ejemplar. No volvió a enamorarse, pero a veces se escapaba por ahí para no aburrirse sola.

Pero esta historia no se queda ahí.

Perdió a su padre y decidió volver cerca de su madre para cuidarla mientras envejecía. Ella misma se dio cuenta de que su cuerpo estaba vigilado por la ley de la gravedad, así que vendió su casa y compró un terreno al lado de su madre. El terreno no tenía ningún valor y era feísimo, porque estaba en un peladero de nadie y con un terrible olor a bosta de las vacas que andaban sueltas por ahí. Ella hizo una nueva casa como la imaginó y se llevó a su hijo, que ya estaba listo y motivado para estudiar en la universidad en algunos años. Cercó bien el terreno ella sola y, cuando pasaron cinco años, pudo comprar más terreno y hacerse de un espacio más grande donde poder hacer un enorme jardín y una piscina para cuando llegara el nieto que se le repetía en sueños.

Ella no se quedaba quieta ni cuando estaba acomodada en un sillón. No tenía tiempo. Tenía ideas para todo. Quiso una vida relajada. Con lo que le sobró de la venta de la casa y con lo que recibió del primer terreno, compró una casa antigua y la echó abajo. Con cálculo de negociante, vio que podría hacer unas doce casitas para arrendar y así tener cómo vivir sin tanta fatiga, así que fue al banco y puso todo lo que tenía en prenda para pedir un gran préstamo para cumplir con su meta.

Se pueden derrotar los propios errores y amar sus consecuencias.

Lo logró rápidamente. Once meses después, y luego de pasar apreturas y desvelos, puso un aviso de arriendo y fue todo un éxito su proyecto. Tuvo el alivio de poder lograrlo. El préstamo se pagó solo y pudo respirar feliz por muchos, muchos años.

Perdió el miedo a los aviones y se dio vacaciones mundiales. Viajó a los países de las primeras civilizaciones. Visitó potencias mundiales. Hizo voluntariado en hospitales para enfermos terminales. No podía quedarse quieta, era pura energía. Podía estar donde quisiera, pero se daba tiempo para hacer mejor la vida de los demás. No era una mujer que digamos meditativa, era más bien pragmática. Porque aunque hablaba con Dios de repente, se dio cuenta de que el caballero este no tenía muchos pecados por los cuales regañarla, por lo que su suerte económica la concibió como un regalo merecido y permitido por parte de él.

Su único vicio era fumar un poco. No se enfermó casi nunca de gravedad, y eso que el estrés estaba de moda. Cada día se daba ese tiempo para andar por todos lados. Tenía sus amigas. Nadie le exigió nada nunca. ¿Qué se le podría reprochar? ¿Trabajar mucho? Nadie la trató de mezquina, porque no negó ayuda a nadie. Era ambiciosa, pero nunca tanto como para no compartir su buena suerte.

Su último sacrificio fue renunciar a todo cuando se cansó de ser joven. No, no murió todavía. Le entregó a su hijo la responsabilidad de su negocio.

- Porque la edad no será nunca impedimento para trabajar. Ser viejo ahora es estar sin hacer nada, ni siquiera por uno mismo. Se pueden cumplir los sueños a cualquier edad – dijo enérgicamente cuando estaba en el hospital con otros viejos como ella tratando de mejorar los dolores de las articulaciones. La paciencia es un don, según ella.

Volvió a casa con un montón de remedios y se los tomó con harta fe porque no podría quedarse quieta ni un segundo más. Cuando le hizo efecto el montón de pastillas, volvió a la normalidad. También recibió una llamada con una noticia feliz: sería abuela. Cerró los ojos y se relajó imaginando lo que venía. Fue poco, nunca la tarde completa, porque se puso a hacer llamadas para hacer una piscina donde nadaría con el nieto que nacería en unos meses.

Fue a la pieza y tomó unos palillos. Tomó unas madejas y se puso a tejer ropa para el niño que venía a la casa, teniendo por seguro que es un niño, si yo ya lo soñé. Escribió también una carta para su hijo donde le revelaría donde estaba su padre, pero después la guardó para cuando ella muriera, pero se arrepintió que sí, que no, que ahora, que después, que ni muerta y varias razones más. Terminó meneando la cabeza y sufriendo por primera vez con la verdad que tendría que asumir. Pensó cuánto daño podría hacer a su hijo con tan solo un nombre.

- Ni siquiera sé si vale la pena. Que Dios me perdone el silencio de tantos años. Dame fuerza, oye -dijo, orando con fe de pecadora arrepentida -, mira que se viene fuerte la cosa. Se lo debo a mi hijo.

Cuando terminó de lamentarse con humor, fue por una pala y empezó a marcar el recuadro donde quería su piscina. Después siguió arrastrando la pala por el suelo como un juego y haciendo una línea interminable y siguió haciéndolo por la gran extensión de sus terrenos como una vieja loca que no sabe de límites ni de dificultades, porque había luchado por ellos a lo largo de una vida grata que se le dio para que todos supieran que para tenerlo todo a veces es necesario sacrificarse amargamente para ganar dulces finales felices.