Aventura

Literatura, naturaleza y emoción.
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lunes, 23 de junio de 2025


El cuerpo sólido
Alik Handru, microcuentista chileno.


Tú habitas esa pared de huesos y piel, de sangre emotiva y de carne.

Hoy fuiste al supermercado y compraste naranjas y un chocolate amargo. Caminaste por esos pasillos y chocaste a algunas personas. Querías dejar de pensar y lo lograste. Empezarías de nuevo la vida habiendo olvidado toda la anterior. No se puede.

Conectaste con alguien que te llamó la atención y le hablas a veces. Sabes que te desea y tú ya te enamoraste. Caes en ese sosiego del placer, de verle la cara por la pantalla del teléfono y de escuchar que habla y habla hasta que logras interesarte en sus temas. Pero no: tú sólo quieres que te quieran y sueñas con todos los mimos y palabras que siempre estuvieron ausentes cuando más lo necesitabas. No puedes volver a atrás. En esos ojos que te tocaron no puedes disimular la soledad. Sé qué me dijiste que buscabas el amor, esa media mitad prometida en la mitología que aprendiste en tus primeros saberes. Buscas el ideal, alguien perfecto y que corresponda con tus propias formas, como un espejo que repite todo perfecto y tal como es. Yo te quiero feliz. No pongas tantas condiciones.

Hace días empezaste a aislarte de nuevo también. Quieres que todo te llegue a la puerta como si fuera un sueño lleno de posibilidades. Amas los sueños, sientes que te dicen algo del futuro, pero sólo te muestran tu estado actual. Yo sé. Ya tienes tu soledad y sientes que eso es lo correcto y lo mejor, pero hay una parte de ti que sabe que no, que necesitas salir y hablar y formar amistades perfectas e imperfectas. No pidas lo que no eres.

En la televisión, ves una serie de muerte y de reencarnación. Te gusta que el personaje muera para volver a nacer y a hacer las cosas mejores. La sientes como parte de ti, como una parte de tu propio cuerpo. La historia te seduce y amas todo lo que ves. Te gusta el sufrimiento. Te hace reflexionar. Los personajes sufren y tú siente que tu dolor es más fuerte. Apoyas el llanto de los protagonistas y casi lloras. Es empatía y viene la antipatía. Hay música de piano. Siempre quisiste aprender piano, pero no concretaste. Ojalá lo retomes. Pero tu inspiración se desvanece al recordar que dejaste de querer a algunos cercanos que tocaban el piano. No sabes si los odias ni tampoco quieres saber si los perdonaste, porque no están ahí contigo apoyando tu estado ausente. Sientes que ellos te han quitado la pasión por la música. Eso es un detalle consciente. Ellos ya no son tu luz. Ellos son luz de otros lados y de otras personas. Ya apaga ese resentimiento. Duerme, es de noche.

Te desvelas. Yo te digo: no puedes salir. Estás en este cuerpo. No es definitivo, claro. Sabes que debes estar alerta. Una emoción muy mala puede provocar alguna enfermedad terrible. Sabes secretos que a nadie le importan. No debes sobrepensar. Pero te cuesta y luchas con tus obsesiones hasta la derrota. Buscas sacarlas de tu mente como si pelearas a muerte con ellas. Si usaras un arma sería un alivio inmediato. Que no te ganen la pelea esas rabias ni esas tristezas. Son gusanos que corroen el cuerpo hasta matarte.

Esta noche te apoderas de energía para lograr tu paz. De eso se trata todo. Cuando sabes la verdad y la tuya también, te relajas. Sé que quisieras haber sido más inteligente y fuerte. Hay tanta imperfección, tanta incredulidad, que fuiste parte de esos errores. Lo bueno es que no lastimaste con odio ni con venganza. Deja ser. A veces tendrás que rendirte para salvar tu vida. Te duermes ¿Te aburro? Quizá sólo te he relajado de tanto hablarte. Duerme. Duerme, espíritu. Descansa un rato.

Eres importante. Sé que quisieras trascender más allá de lo posible en este mundo, pero es tan corta la vida, que más vale reír y bailar y amar sin medida. Comprende: el fin es desconocido, el fin es una sorpresa. Deja que el agua del río te lave los pies. Deja que todo sea. No te quejes. 

Estoy contigo para traerte calma. Yo soy dos veces. Te amo y prometo amarte siempre. 

Las cortinas dejan entrar la luz y el calor del sol te anima.
Es hora de vivir un nuevo día.

Despierta.

viernes, 2 de mayo de 2025



Sobre la tierra

Yamil toma el agua de su botella y cae al suelo. Cae al suelo, desfallece, pero no morirá, porque el amor más inmenso no lo deja morir. No quiere morir sin el beso de la mujer pequeña y difícil: Kaisa.

Allá está, Yamil, allá lejos, donde te evita, porque no te ama, no te ama, no te ama como tú corazón la ama. Entonces Yamil se va caminando de la ciudad a las tierras de la muerte. Camina esperando que Dios le traiga el amor a su puerta, a su lado, a sus manos de ternura y a su boca de deseo. Yamil camina por la tierra ochenta pasos más y ya sabemos que está en el suelo sufriendo; y llora, porque hay algo que no quiere aceptar: sabe que no hay oportunidad.

Kaisa está lejos en otra ciudad a mil kilómetros de distancia. Nada se sabe de ella. Es un secreto que no sale a la luz. No hay forma de hacerla ver el amor. Yamil le ofreció la vida entera. Ella no dijo nada. Quizá no le creyó. Quizá tenía otra promesa de amor. Quizá también sintió que le faltaba algo que Yamil no tenía. El amor es algo tan recíproco, que no puede existir si uno de los dos no siente nada. No enciende. No prospera. Es una completa ilusión y una mentira terrible.

Yamil está derrotado. Su única esperanza es un encuentro casual. Kaisa lo tiene bloqueado en las redes sociales, en las llamadas y en toda forma de comunicación. Yamil está enamorado y puede que pase la vida entera sintiéndose perdido y solo. No amará de otra manera. No lo molestará el tiempo ni el dolor. Yamil espera y espera. 

Yamil vuelve en sí.

No pierdas la cabeza.

Yamil vuelve a casa. El sentimiento de completo vacío y de soledad lo llena de amargura. 

La noche es una pausa. 
Las estrellas brillan como ojos tristes.

miércoles, 1 de enero de 2025


El hilo negro enredado
Alik Handru, microcuentista chileno.

Siempre fue vestida de negro. Pero no sabía por qué. Así diseñaban toda su ropa y gastaban bastante en hilo negro. No usaban otro color en su ropaje. La vestían así y quedaban felices. Aunque ésta es la imagen típica de la muerte, dicen las escrituras que es un ángel, un ángel blanco e impertérrito de un Dios que no deja comprender aún todos los misterios de la vida que conocemos hasta la fecha. Quizá nuestra mente mejore con los siglos y podamos adentrarnos en esas cosas de las que nadie quiere escuchar. Las historias vienen y van. Las ideas son eternas y permanecen guardadas para heredarlas una y otra vez hasta que sean superadas por otras mejores.

El ángel de la muerte sabe nuestra fecha. Dios lo envía. Es lo único cierto.

Mariano fue como cualquier otro niño encantador. A pesar del amor, de la educación, la vida haría de él un hombre de mal. Su valor se midió en medio de cuchillas y de armas. Había desafiado al más malo de todos y pasó lo que ya sabes: recibió cinco disparos en el cuerpo y quedó tirado en la calle hasta que lo encontró la policía con su madre suplicando otra oportunidad. 

Todavía resuenan en mi cabeza los secos lamentos de su madre al escuchar la noticia no por dolor, sino por paz, porque ella esperaba ese final.
-¡Hijo mío! - gritó y no hubo más voz ni brotó una sola lágrima.

Sangre. El dolor, limpiar esto, si sé, lo sé, este llanto, esta resignación, este alivio. Porque yo estaba esperando, en mi parte más oscura, su muerte, que es la paz también para los demás. Ya no quiero ser madre. Sólo quiero saber que ya se acabó. Trajiste sufrimiento, Mariano, trajiste dolor y ese dolor lo cargó cada persona que te amó. No sabes cómo me siento, cuánto te quise, cuánto daría por haber hecho algo más. Yo te siento y me hundo en este silencio incómodo y malo.

El ángel había cumplido su misión y no volvió a saberse de Mariano. Las flores se secaron sobre su tumba y luego fueron a dar a la basura. 

El hombre hace al hombre y también lo destruye. 

Dos mujeres que no se conocieron buscaron la forma de morir casi al mismo tiempo. Nadie las detuvo. Dicen que sus decisiones fueron motivadas por hombres tiranos y malvados que las colapsaron. No soportaron la presión, pero tampoco tenían que hacerlo. Se paralizaron y no huyeron como pensaríamos. Se cree que ambas sintieron lástima de esos hombres: ¿quién los iba a querer? Creyeron que los podían hacer cambiar. Entonces tú te preguntas cómo alguien puede influir tanto en tu mente y lo ves simple y concluyes que esa persona es débil o influenciable y no aceptas otra opinión. Notas algo distinto ahora que buscas entender. Recuerdas que, muchas veces, tu mente no da para más e intentas olvidar todo y te distraes hasta que te vence el sueño y despiertas y no se ha ido nada del agobio que no te deja descansar ni dormir ni soñar bonito. Ambas nunca se conocieron ni sabemos si se conocerán. Ambas fueron a comprar una soga y hacen lo que intuyes: se ahorcan. La vida no les da ninguna esperanza ante una persona horrible que pensaste que te amaba. No supieron cómo luchar. Estas mujeres son hermosas. Su pelo es largo, muy largo y cae, flota y va y viene. No debiste imaginar esa situación.

Las dos mujeres fallecen y nadie quiere acordarse de ello. Todos quieren saber por qué ha ocurrido. No hay carta ni nota de despedida. Entonces las encontraste meciéndose, vomitas y algo de relajo te da esa purga. Consigues olvidar después de años, pero sientes culpa por no haber hecho algo. No había nada que hacer. Su familia baja la cabeza y se siente culpable de por vida. La tristeza no se va del corazón cuando se amó de verdad.

Me gustaría morir en el sueño.

Cuando niños nos permitimos hablar de la muerte. Nadie pensaba en eso. Pero nos juntamos en el patio de la escuela y estuvimos de acuerdo en que morir en el sueño era la forma más agradable e indolora de dejar el mundo. Pero éramos chicos y no sabíamos el alcance de esa conversación. Vino un silencio grande y luego dijimos que mejor nos íbamos a jugar y así lo hicimos, pero yo sé que esa conversación tan íntima haría trauma. 

Crecimos. Rami murió electrocutado junto a otro trabajador mientras intalaba unos cables en un ducto bajo tierra. Alguien dió el paso de la corriente sin saber que ellos estaban ahí. Era un tipo grande y siempre se burlaban de él. Daba puñetazos y siempre andaba enojado. Tenía buena situación y creo que eso molestaba a los otros, porque siempre llegaba con cosas caras y uno ni hablaba, porque nosotros apenas teníamos dos monedas únicamente para comprar dulces y pasar el hambre de estar todo el día encerrado aprendiendo a ser mejor o a ser peor. Entonces hubo duelo y ese silencio que siempre acompaña a la muerte. 

Siento que necesito desahogarme de eso y más.

Alberto era algo callado y tampoco conoció a las dos mujeres. Supe que también se quitó la vida. Era huraño. Era alguien difícil de tratar. Jugaba como cualquier niño, pero había algo de violencia en su actuar, algo que sólo sirve de detalle. Recuerdo a su madre. Ella parecía ausente de la crianza de su hijo. A veces creo que ella le tenía miedo a su propio hijo, incluso desde pequeño. Las madres saben siempre cómo termina la historia de cada uno de nosotros desde el primer día en que nos miran el alma a través de los ojos. Alberto murió de veinticinco años y fue olvidado.

Cada muerte que hemos conocido necesita un desahogo, una conversación para liberar ese monstruo destructivo que es la angustia, el nerviosismo o el miedo. Cada muerte es un porqué y luego seguir adelante. Y nos sentimos solos y desamparados.

Escúchame: he sentido mucho dolor y no lo he comunicado. Estas líneas ayudan un poco. Hablar y hablar. Necesito decirte que me he sentido triste y asustado. No me quiero morir. Me da miedo vivir. No quiero perder a nadie. Quiero que todos vivan para siempre y que sean felices. Aún lloro por los que no pude salvar. Quiero entender igual que todos. No hay que morir sin haber sido feliz. ¡Oh, Dios, cómo puedo vivir con esta incertidumbre!

Quiero salir a fumar. 
Déjenme solo.
Gracias por comprender.




        

jueves, 28 de septiembre de 2023


No sé decir que te amo

Claudia vio la ruptura. No dijo nada. Siguió con la rutina a pesar de que no había ni una sola gota de amor. Pensaba si decirle que todo terminaba o no. Ese día él ya había hecho un plan para el fin de semana. Claudia dijo que estaba bien. Entonces pensó si ir a la playa la dejaría aliviada de terminar una relación gastada. Claudia no sentía amor ya. Tenía el hábito. Tenía la rabia de no ser valiente para decir la verdad. Claudia tomó la firme decisión de no pensar en nada ni en nadie. Entonces se dejó llevar ese sábado por el oleaje y su mente se dejó llevar por el amor de él. Se sintió liviana y dejó que el tiempo pasara siendo feliz sin pensar. Quería saber que así era fácil, que así no haría daño, que así es la vida. Y no se dio cuenta de los días ni de los años. Sólo disfrutó esa situación de promesa de vida feliz de película. No fue sincera con ella misma ni con él. Así es como te dejas llevar por ese amor que te llega inevitablemente y agradeces que te amen. Y sigues el camino elegido para no pensar ni caer en una fuerte depresión. Claudia esperó el día y la hora en que se sintió más fuerte para huir sin decir nada, cambiando número telefónico, cerrando la puerta, llorando en su habitación con la puerta cerrada allá bien lejos. No había nada que celebrar. Él la buscó porque siempre la amó. Y aunque consiguió su paradero, tocó la puerta hasta que lo venció el cansancio. Sé que Claudia quiso abrir para ser abrazada de nuevo sin condiciones, porque él la perdonaría una y otra vez; él estaba ahí, él la amaba. Claudia quería empezar de nuevo, pero en su corazón seguía apegada a él y no podía sacárselo de la cabeza sin saber por qué. Claudia hizo un duelo especial por aquel amor que no supo devolver. Después de un año recién se atrevió a salir con alguien de nuevo. Sentía miedo de herir a su antiguo amor. Claudia ahora sentía que podía amar, pero sabía que iba a comparar el amor recibido. Claudia no pudo aguantar el miedo a perder y, antes de cualquier decisión, fue con su antiguo amor a disculparse por irse sin explicaciones, pero no dijo la verdad: no dijo que nunca lo amó. Sólo se disculpó por ese desaire violento. Él la escuchó y la miró a los ojos. Ella también lo miró y quiso decirle que lo quería, pero sabía que era tan poco, que no merecía hacerle creer que tenía esperanzas de volver a estar juntos. Claudia se fue otra vez a su cómodo lugar y sólo pensó en su nuevo romance sería bueno y perfecto. Y sí, fue como esperaba. Sin embargo, el recuerdo de su antiguo amor no la dejaba nunca estar tranquila. Vivió feliz tanto tiempo como uno quisiera. A veces viajaba por las calles de la ciudad de su viejo amor tratando de encontrarlo para que le diera el descanso que necesitaba. Manejaba su automóvil escuchando canciones antiguas. Lloraba de nostalgia. No lo encontró. Nunca tuvo éxito. No preguntó a los viejos amigos ni lo buscó en las redes sociales. Claudia siempre lloraba. Porque los años pasan y siempre un amor y una bonita historia nos harán doler el alma.   

sábado, 26 de noviembre de 2022

Lenvantarse y amar



Levantarse y amar

Fernando se levanta y desayuna. Vive en el séptimo piso de un departamento rodeado de otros departamentos. Hace años que no conoce la tierra o el agua de allá lejos, de los recuerdos, de los paisajes conocidos y por los pasajes misteriosos de las piedras gigantes. Eso ya no le preocupa, eso es otra época. Ya ha batallado; ha sido vencedor y ha sido derrotado. El paisaje es otro ahora. Éste es el futuro que nadie imaginó.

Fernando se sumerge en esa monotonía y en esa estructura. ¿Qué haré hoy? Entonces, con la espera del amor, recibe el mensaje de Ana. Escucha la voz de Ana y ella habla dulce y calma esa agitación y parece ser el remedio para cualquier malestar corrosivo. La ciudad está organizada y entrega todas las posibilidades. Eso piensa Fernando. Todo es llegar, presionar botones y recibir lo que se quiera. Fernando espera que ella termine de aliviar y animar su mañana.Fernando contesta. Dice que quiere salir a la montaña y nadar en el agua fría del río en su propio origen. Ana está de acuerdo. Pasará en una hora por él.

Fernando me pregunta si quiero ir. Respondo que sí. Esa ternura me fascina en su voz de amor. Le digo que me gusta contemplar ese verdor y esas flores y cactus, espinos y eucaliptus, pinos y quillayes de las montañas. No sé si sea por cultura, pero me gustan las flores. No podría odiar la belleza.

Veo a Ana llegar y me gusta ver su pelo flotar al viento. No sé si lo advierte, pero estoy en ese límite entre la felicidad y la tristeza. No distingo eso. Ana me besa y me hace sentir que este día se hace más agradable. Me gusta que ella se ponga sus lentes para el sol. Respeto esa privacidad, porque yo también los uso para que no me pregunten nada.

Vamos a la montaña y el ascenso me llena de ese aire fresco. Nos detenemos en un mirador y tomamos fotos. Yo evito aparecer. Pero me gusta ver a Ana siempre fresca, siempre buscando la belleza en todas partes.

Fernando parece siempre estar igual. A veces sé que simula una normalidad y quisiera saber qué le pasa. Nunca me cuenta qué siente. A veces debo esperar todo el día para que alguna palabra de ese mundo interior se libere y se comunique. Me gustaría tener esa confianza de alguna gente que se habla toda intimidad, incluso en presencia de extraños. Recuerdo esas familias donde todo se hablaba y donde todos parecían ser más felices por hablar y por ser escuchados. Entonces yo las observaba y me preguntaba si yo había crecido en una familia rara, donde los secretos y el silencio, la omisión y el juego de palabras habían nublado mi juicio. Me costaba acceder a Fernando, pero me conformaba diciendo que ésa era su normalidad.

- Ana, ¿vamos a comer algo? –
- Ya, vamos. Quiero comer helado.
- Yo también. 

No hay nieve cercana. Ya casi llega el verano. Ana y Fernando no se sacan sus lentes. El sol está fuerte y hace calor. El agua suena cerca. El río lleva la vida a la ciudad. Fernando y Ana disfrutan el viaje y se toman la mano con frecuencia. Me gusta ver esa delicadeza propia de quienes ríen de amor. Tan potente es el amor, que vuelve cursi a todos por igual.

Ana está contenta, lo sé. Y quiero que esté siempre igual y quiero que esté conmigo y quiero que siempre sonría y que sea eterna. Me gusta que siga mis chistes o mis estupideces. Me gusta que esté en la cama haciendo juegos con mi cuerpo y que me deje dormir apoyado en su regazo. Me hace sentir protegido y que nada más importa.

Comimos helado y ese día fue bonito. Fernando rio bastante, nadó en esa fría agua de la montaña y yo sentí que volveríamos a su departamento y que dormiríamos desnudos sobre la cama mientras el aire nos mecía hasta dormirnos. Imaginé que despertaría con él y que el deseo de adorarnos el cuerpo con besos y caricias alcanzaría el mediodía. Fernando dijo que ese día había sido feliz. Eso dijo. Eso recuerdo. Entonces no me invitó a quedarme con él. Me pareció raro. Así que ese domingo desperté y me levanté para escribirle un mensaje en el teléfono. Pero no contestó. Y me costó aceptar que ya no me podía levantar y decirle que lo amaba al mismo tiempo.

La ciudad se lleva todo rastro de imperfección y recubre el pasado con otras vestiduras. Entonces buscamos la fiesta y el frenesí. Algunos abandonan la ciudad y se van a vivir al campo. Las casas cada vez están más caras. Todos quieren volver a la tierra para contemplar el cielo limpio y suspirar sus sueños de libertad. Ana no volvió a la ciudad. A veces la veo sola sintiéndose culpable. Le digo que todos tenemos culpas y que elegimos volverlas invisibles con el olvido. Así me la llevo con ella. Siempre termino diciéndole que deje a Fernando en su propia lejanía y que, si ya no está, no ha sido por maldad, sino porque hay personas que no tienen la fortaleza suficiente para soportar las duras pruebas que ellos mismos eligieron padecer. Son decisiones íntimas que, veces, parecen conformar aquello que llamamos destino. Ana me mira. Sé que si me presta atención es porque quiere sentirse mejor. Trato de mejorar su ánimo y me esfuerzo. No hay olvido. No se sabe por qué no podemos sacarnos a algunas personas de la cabeza. No bajo la guardia. Amo a Ana. Ella es así: uno la ama simplemente. La recupero con besitos. Los días buenos son cada vez más. Tomo fuerzas. Quiero una vida con Ana. Por eso parto todos los días levantándome y diciéndole que la amo. 

Alik Handru, microcuentista chileno.

martes, 18 de enero de 2022

Tigre



Tigre

Dedicado a un hombre que luchó por ser bueno.


La historia comienza en una discoteca. Tenía ojos felinos. Él me acechaba en la oscuridad, convencido de que lograría tenerme en sus garras. Adivinaba su apetito. Con la mirada, le indiqué que me siguiera. Cuando vi su rostro en la claridad del bar donde nos fuimos a conversar, advertí que sus ojos de tigre estaban atentos a cualquier movimiento. Me dio miedo que fuera serio y bravo, pero esa tensión se alivió con diálogos amables. Lo encontré interesante. Hablamos lo suficiente y acordamos que nos veríamos al otro día, porque ya cerraban el local y nos estaban echando.

Salimos a conocernos. Mostraba una gran ternura en sus gestos, a pesar de aparentar ser un hombre serio y hermético. Era grande y pesado, puro músculo, puro trabajo duro. Era robusto, un poco más que yo. Éramos grandotes. Con los meses, fuimos pareciéndonos cada vez más. Incluso nos dejamos la misma barba, lo que provocó que la gente nos empezara a confundir. Hay fotografías donde parecemos gemelos. Pero eso demoró en concretarse. Debí escuchar una biografía salvaje para liberarnos del pasado y, de esa forma, pudimos construir un futuro.

Se fue relajando con el paseo. Al principio no decíamos mucho, pero, en esas pocas palabras que intercambiamos, lo percibí dócil, dispuesto a darse a conocer y a ser querido. Caminamos largo rato. No hablamos temas personales graves. Hablábamos de cosas divertidas y nos reíamos. Se sabe que ver reír a una persona difícil es la forma más sorprendente para conocerla a fondo. De impulsivo, lo miré, lo abracé, lo besé y se quedó quieto. Respondió con delicadeza, me acarició el cabello y me abrazó lo suficiente para que se entendiera que los sentimientos eran recíprocos. 

Salimos toda la semana para conciliar nuestras soledades. Yo sentía que me había domesticado y no al revés como suele ocurrir. Me había llenado el corazón de amor genuino. Confesamos amores y desamores. Llegamos a detalles íntimos. Calculamos osadías del cuerpo. Pero, primero, acordamos hacernos los exámenes de salud de rigor. Llegado el momento de verlos - con temor, como siempre sucede -, respiramos aliviados, porque es difícil confiar en alguien a la primera. Haríamos todo con métodos seguros.

Llegó el fin de semana y fuimos a amarnos con el deseo de fuego que nos quemaba en cada beso. Lo desnudé y vi que tenía varias marcas en el cuerpo. Parecían quemaduras. Él se dio cuenta de que esos signos me habían llamado la atención. Esos segundos de profundo silencio siempre dejan huella, tal como un trauma, como un tabú, como un acto que ocurre, pero del cual no se habla. 

Esperé largo rato antes de hablar. Acaricié sus marcas. Él cerró los ojos. 
- ¿Qué te pasó en la piel? – le pregunté con un tono sereno. Él respondió de inmediato:
- No me gusta hablar de eso. 

En otra oportunidad, mirábamos el techo después de la desnudez. Estábamos callados. En ese silencio, él carraspeó, me miró a los ojos y dijo que tenía que contarme algo. Nos cubrimos el cuerpo con una manta. Se acomodó, volvió a mirar el techo y habló. 

Crecí en una casa mal construida, sumido en la pobreza de un pueblo de mar. Vivíamos con mis padres, hermanos, abuelos paternos, tíos y primos, todos en un revoltijo de gente yendo de allá para acá y metida en todas partes. En ese pueblo lo conocí. Yo estaba recién descubriendo que era distinto, que mi naturaleza se sentía mejor con otro hombre. No lo puedo explicar. Nadie lo puede hacer, creo: sólo deseas la compañía de otro porque eso te hace sentir pleno y feliz. 

Tenía cerca de dieciséis años cuando nos conocimos. Fue en una salida a la playa. Solíamos tener amigos en común. Bastó una mirada para saber que se nos se nos revolvía el estómago de las intensas ganas de estar juntos. Nos buscamos con miradas y gestos silenciosos. Estuvimos viéndonos a escondidas en lugares secretos. Aproveché un día que estaría solo para llevarlo a mi cuarto. Fuimos descubriéndonos por primera vez. No pudo ser. Estábamos en ropa interior cuando, de golpe, entró uno de mis hermanos mayores. Nos gritó con toda su alma que éramos unos maricones de mierda. Mi primer amor se vistió y se fue rápidamente y no volví a verlo. A mí me tocó lo peor: mi hermano me comenzó a pegar con un cinturón por todo el cuerpo. Me paralicé. Yo no sabía cómo defenderme. Era tan débil en esa época, que sólo acepté ese castigo porque así debía ser para soportar esa vergüenza. Mi padrastro supo de eso y, porque sí o porque no, me golpeaba igual que mi hermano. Según ellos, a punta de golpes me harían un verdadero hombre. Me pegaban por cualquier cosa. No fueron pocas veces y cada vez fueron más duros conmigo. Sólo se cansaron cuando me quedaron las marcas, que no desaparecieron ni con cicatrizantes.  

Nadie de la familia me defendía. Mi madre tenía miedo. Ella ya había sufrido mucha violencia por parte de mi padrastro y yo sé que así fue, aunque me parecen irreales esos recuerdos algunas veces. Eran tiempos antiguos y mi mente tiende a borrar esos episodios terribles. Tampoco quiero hacerle recordar esos maltratos a mi madre. ¿Tuvo ella la culpa de todo lo que me pasó? No quiero saberlo. 

A veces me preguntaba si yo merecía tanto sufrimiento. No, yo no merecía eso. Me llené de rencor. Crecí y, apenas pude, me fui a probar suerte solo a esta ciudad. Meses después mi mamá se hartó y prefirió irse a vivir sola a otra parte del pueblo. Al hermano que me golpeó, no le hablo. Lo he visto raras veces, pero él no me mira a la cara. Mi padrastro es como un fantasma que debe andar por ahí como un mal recuerdo.

- He pasado solo muchos años. Tuve aventuras como toda persona que se equivoca. ¿Sabes que no había hablado este tema con nadie? No sé si sea bueno. No quiero que estés conmigo por compasión. Sólo quiero que entiendas que decidí por mí, que acá busqué mi felicidad y que acá te encontré – me miró y sentenció: - El amor te hace fuerte.

- No sé qué decirte – fue lo único que pude decir.
- Tenemos cerca de cuarenta años los dos. Ya no tengo miedo de lo que pueda pasar – dijo con serenidad.

Y añadió:
- Hay que vivir sin miedo y sin prisa, soñando juntos – dijo, suspirando fuerte-. Por difícil que sea, vale la pena ser uno mismo.

Se nos fueron las ganas dormir, así que nos quedamos despiertos, compartiendo confidencias hasta que salió el sol. 

Lo contrario del amor es el miedo.
El miedo arruina la vida de toda persona.



 Por Alik Handru, microcuentista chileno.

viernes, 3 de abril de 2020

Ciervo


Ciervo


            Empecé a trazar el entendimiento de mi viaje. Estaba en un sector del bosque que no había sido recorrido. Mis orejas se movieron. Nada oí, nada me inquietó. Olí las hojas bajas de los árboles. Una racha de viento me hizo contener el aliento. El suelo tenía colores amables y tranquilos. En el bosque, mi mente se elevó hacia el cielo. Olí también un aroma dulce que transportaba la brisa. Caminé disfrutando perderme: la verdad, estaba descubriendo nuevos espacios del mundo que aparecían ante mí. Caminé por horas, hasta hallarme en un bosque pantanoso. Había tanta agua alrededor, que alcancé a percibir su movimiento, su vínculo invisible entre la materia y la vida del mundo, semejante a un tren con infinitos carros, destinado a transportar los elementos necesarios para que el mundo siguiera funcionando en su perfección.

            Me hundía en el barro. Seguí caminando. Seguí registrando mi paso por esa naturaleza. Me dieron ganas de echarme a dormir en un lado donde había tierra seca. Vi las ramas de un árbol sobre mí. El sol me abrigaba y vi cómo era de verdad su corazón de astro amoroso. Tuve claridad y tranquilidad de ánimo.

            Me dio sueño. Al atardecer todo se apagó. Fallecí viendo cómo una mariposa nocturna y una luciérnaga solitaria se posaban en mi cornamenta añosa. No dolió la muerte ni eché de menos mi cuerpo pesado. Yo nunca dejaría ser parte del todo, pues aún serviría de alimento para las criaturas diminutas que pueblan la tierra. No supe más que dar gracias.


            Cerca de un arbusto lo vi. Estaba en el suelo con sus huesos ordenados. Me impresionó esa muerte. Puse atención a la cornamenta de un ciervo que parecía haber muerto de viejo. Debía llevar años ahí, pensé, al ver los blancos huesos del animal que había sido.

Esa mañana salí de casa enrabiado. No sabía qué me pasaba. No quería escuchar a nadie ni quería saber por qué no me dejaban tranquilo siendo yo, y que me llamaran la atención por cualquier cosa. Estaba aburrido de ser manso y de sentirme un prisionero de mis padres, que insistían en decirme cómo hacer todo. No me entendían. No me escuchaban. Mi voluntad se rebeló con una desobediencia firme. Me dolía la cabeza, estaba confundido, desorientado; y no era que ellos fueran malvados, sino que, de repente, crecí y me di cuenta de que sus palabras ya no me servían para el nuevo hombre que estaba surgiendo de mi interior. Quería mi paz, mi violencia, mi voz fuerte, mi descontrol y mis desahogos. Me fui lejos para evitar tal destrucción. Deseaba enfrentar y defender mi arrojo a la naturaleza sin miedo a nada. Grité, rodeado de silencio.

            Me acerqué a esos huesos y me fijé en las cornamentas. Parecían ramas secas caídas de un árbol. Las moví un poco para sentir el peso. Me limpié las manos con un poco de tierra y después  me lavé las manos en un riachuelo. Tocar esos restos me dio escozor. Me quedé mirando el esqueleto largo rato. Comprendí mi vida actual como un estado nervioso de irritación por los cambios.  Me asusté cuando algo se rompió en mí y se aceleró mi entendimiento sobre el mundo. Primero, casi vomité el mal de mis días. Después grité y bramé como un animal al liberar mis tensiones. Y luego no pude controlar ninguna emoción. Liberé un torrente de emociones contenidas.

            Lloré como nunca, como si hubiera perdido a alguien de mi familia. Razoné y comprendí que estaba mal, que estaba sufriendo, pero mi introspección no hallaba la respuesta a mi fuerte rabieta. Puse atención al tiempo que había estado allí y fueron cerca de cinco minutos, pero en ese momento me parecieron eternidades. Me puse a pensar en mi casa, en mi presente y abandoné mi pasado. No temí el futuro que tantas veces me atreví a consultar a hombres viejos más despiertos que yo. Ellos me enseñaron a pensar, pero varias veces olvidé sus lecciones y me arrodillé con furia ante los errores que me hicieron llorar de vergonzosa impotencia.

            Sentí  que me perdía en el tiempo y que apenas dominaba mi cuerpo pequeño. Mi presencia era la de un niño, pero a veces me desgarraba en sueños y fantasías de hombre con más años, porque estaba dejando atrás la piel de mis primeros trece años. Estaba solo tratando de responder mis propias preguntas duras y reveladoras acerca de cómo es crecer y sufrir la ansiedad del futuro, cosa que nunca temí, porque me aseguraba la vida con la protección y el cariño de mis padres. Ahora era distinto, ahora yo debía ser el dueño y guía de mí mismo. Había dejado de ser un niño. Había dejado de jugar. Había muerto un niño para dar su vida a un hombre.
           
            Me dediqué a disfrutar el presente. Vi mi vida como si fuera un solo segundo de historia bien contada. Tan maravillado quedé de mi reflexión, que descubrí yo que existiría más allá del tiempo y de los relojes. Me sentí dueño del tiempo, como una fuerza que pudiera controlar con el poder del conocimiento que había adquirido.

Conocer la mente es la clave para tener poder sobre el propio futuro.

            Dejé de pensar. Se hizo tarde, pero no sentí miedo. El sol me iluminaría hasta el final del camino. Corté dos ramitas secas del arbusto que estaba al lado del ciervo muerto. Las limpié  hasta dejarlas como varillas y pedí a Dios que me guiara hacia un mejor lugar. Las varillas se convirtieron en una guía perfecta. Apuntaban como una brújula y sentí la energía del Creador guiando mi mano. Seguí el impulso de las varillas y llegué al principio de mi camino luego de tres horas caminando. Mientras caminaba, recordé cómo nació esta idea: hacía años conocí a buscadores de agua que usaban ramitas de árboles para hallar agua. Y me dije que si esas ramitas servían para buscar agua cuando se cruzaban, bien servirían para hallar mi camino de vuelta a casa a enfrentar aquello de lo que huía.

            No me perdí. Oí ruido de motores y de ruedas. Luego había gritos de niños jugando. Por último, había un zumbido de voces humanas conversando, gritando, riendo, existiendo. Las ramitas en mis manos sirvieron hasta la entrada de mi casa. Las boté en el jardín. 

            Contemplé mi casa y después de unos minutos entré. Se me pasó todo el hambre y el frío que tuve, pero que no atendí por andar pensando tonteras tratando de parecer rebelde con casa y padres preocupados. Me sirvieron un té caliente. Comí un trozo de pastel de frutas y me fui al corredor de la puerta de entrada para sentarme en una mecedora como un anciano gruñón. Nadie me molestó con preguntas, porque nadie me vio huir, supongo. Bueno, fue una huida secreta, no había para qué molestar a nadie con estos arrebatos. Lo quise, pero no funcionó. Fue.

            Atendí mejor la escuela. Hice travesuras y me divertí sin hacer mayor mal a nadie. Me gustaba estar atento, mejorar. A los pocos meses sentí amor por primera vez. En otra vida que pudo ser, fui tímido, pero, en esta, declaré mi amor y di mi primer beso. Entonces me sentí liviano y me supe un hombre más grande y más fuerte. No me faltó amor, porque después vi a compañeros metiéndose en problemas y, para que entendieran los adultos, concluí, para mí solo, que ellos solo necesitaron atención y cariño, palabras bonitas y enseñanzas. Yo creo que se desviaron del camino porque no supieron comprenderlos. Una vez uno me saludó y me pidió una moneda. Vivía en la calle y no lo reconocí. Habló con desagrado, ofendido por no recordarlo, pero le dije que estábamos muy viejos – lo que era cierto -, le di dos monedas para comprarse una cerveza y desapareció para siempre en esa vaga noche de mis muchos años.

            Crecí y seguí el curso normal de la vida como toda la gente. La vida me pareció un sueño, como han dicho tantos poetas. Fui todas las edades y viví en calma conmigo mismo. Pude aceptar toda mi biografía y quise contarla con el riesgo de parecer un sentimental o un perdedor, no me importó, porque pude expresar en palabras algunas de mis percepciones, porque el pensamiento es perfecto y lo que hagamos con él no siempre es tan maravilloso en palabras o en acciones.

            Ya estoy en edad razonable. A veces se me atiborran las palabras cuando hablo. Es que quisiera decir tanto y al final solo tengo buenas intenciones. Y se me van todas las conversaciones en máximas de hombre que cree que lo ha vivido todo.

La vida es simple. 
La vida es como la queremos ver.

No sé qué más decirles.
Hasta siempre.
Que la vida nos eleve como los árboles que buscan su claridad en el cielo.


Escrito por Alik Handru, microcuentista chileno.
Año 2019, recuerdos bonitos.










Leería hasta el final.

domingo, 20 de mayo de 2018

Fábula: Hormiga


Hormiga

Ella ahorró muchos sueldos ganados en la compañía de teléfonos del siglo veinte, peleando con esos cables enredosos que pudo manejar con la experticia de un pulpo, y no precisamente de aquel caso del niño pulpo poeta que leyó con poco crédito en aquellos años de escasa virtualidad y alto contenido mítico-fantástico o, fatalmente, manipulación televisiva. Con una lucidez obsesiva para sus diecinueve años, creó su destino sin necesitar a un hombre. Nadie imaginó nada, ni cuando su mamá la vio de a poco llenar su pieza de electrodomésticos. El padre, que en esa época daba poca importancia a las mujeres, vio en su hija un alocado comportamiento que no comprendió hasta su debido tiempo cuando ella le comunicó que estaba embarazada de un hombre del cual nunca hablaría.

- No les voy a decir quién es el padre. Si me quieren echar de la casa tengo de todo para irme a vivir sola.

Al padre se le cayó la mandíbula y el cigarro que iba a encender en la sala de estar. A la madre se le fue la voz y quebró el cenicero que estaba secando para tirar la ceniza del cigarrillo que ya no impregnaría la casa entera con su olor pasoso. La chica se fue a su pieza y no se sintió orgullosa de nada ni le preocupó el castigo que esperaría por las tercas costumbres del siglo. Porque no había nada más horroroso en aquellos años que una mujer soltera con un hijo de padre desconocido. La rebeldía sexual de esta mujer no dio para tanto, ni siquiera para preguntas imprudentes. Como fue de esperar, todos hablaron de ella como una perdida, pero como ella no se quedaba callada y daba un poco de susto su presencia, nunca tuvo que responder preguntas imprudentes, ni siquiera de la almacenera, que era el centro informativo del barrio.

Ella tuvo a su hijo con la esperanza de tener su propio sueño de felicidad. ¿Quién era el padre? Bueno, ella me contó que buscó a un tipo apuesto y perdió la vergüenza con él y mencionó recatadamente, y luego con una sonrisa de aquellas, que el hombre estaba bueno y que lo había pasado estupendo, pero no me dio ningún indicio para saber quién era, así que no puedo contar esta historia con ese detalle.

La chica siguió trabajando en la compañía por largos años, hasta que el progreso de la tecnología la despidió de su puesto. Ya no existían los cables. Entonces le ofrecieron seguir si estudiaba para usar computadores. Lo hizo. Ahora era operadora de llamadas internacionales. Obviamente que siguió una rutina normal. Fue una feminista sin saberlo en aquellos años antiguos y su historia no llegaría a ningún libro, porque había roto las reglas de señorita sumisa.

El parto significó una madurez potente, así que también le puso a su hijo un nombre significativo. Lo que ocurrió después fue un milagro. Después de los días de reposo, y pasado meses de enojo del padre y del silencio prudente de su madre, volvió a casa con su hijo.

- Saluden a su nieto. Saluden, no muerde. Vengan a conocer a su nieto.

El niño alegró la casa de los abuelos y fue querido, como sucede siempre cuando el amor incondicional que entrega un pequeño alcanza para todos los que lo tienen en sus brazos. Los abuelos jugaron con él hasta volverse niños y olvidaron todos sus reproches para asumir su nueva vida de viejos amorosos que gatean otra vez en el suelo.

La nueva vida no alteró la mente de la chica, quien siguió siendo prudente con el dinero que ganaba trabajando. Un día una compañera de trabajo se fijó en su cartera antigua. Nuestra chica tuvo una sola cartera en su vida y la lucía en todas partes.
- ¿Para qué necesito otra? Esta es la única que necesito.

Y fue cierto, porque cuando murió, la cartera, hecha de cuero auténtico, seguía tan bien cuidada como cuando fue comprada por ella misma con su primer sueldo. Tuvo otra que le regaló su hijo que usó para salir a fiestas y ceremonias y con eso fue suficiente para toda una vida de trabajo incesante.

El niño creció bien, nada que decir. La laboriosa chica trabajó y compró una casa. Allí se llevó todos sus electrodomésticos y demases y se fue con su hijo a vivir a la capital. Allí buscó trabajo de secretaria en una compañía de camioneros. Los abuelos dijeron adiós al niño y su hija les devolvió una sonrisa atenta y segura. En ella no había lugar para la duda, porque debía pagar su casa nueva en numerosas cuotas fiscales.

En la capital, ella conoció a un tipo y lo quiso, claro, pero no era para llevarlo a la casa, porque primero estaba su hijo.

- Vamos a ser felices puertas afuera. Puedes venir por mí cuando quieras. Ah, y me gustas mucho.

Lo pasó bien como quince años en la compañía y con su amor puertas afuera. El hombre intuyó, en un diálogo desnudo de una noche de amor, que ella no sería para familia así que fue directo cuando quiso terminar. Ella lo besó y cerró la puerta del edificio del amante querido cuando se lo dijo derechamente un frío viernes de otoño. También cerró su corazón, pero tampoco era de piedra, así que lloró toda la tarde antes de que su hijo llegara de la escuela y se amargó por semanas como toda mujer que quiso de verdad a un hombre.

Estuvo así como un mes y medio haciendo pucheros, pero cuando se dio cuenta de que la cara se le caía de pura tristeza, renunció a su trabajo. Estuvo sin penurias porque ahorraba mucho. Entonces aprendió a comprar terrenos baratos. Compró uno. Al cabo de cinco años multiplicaría su valor y con ese dinero empezaría a comprar más terrenos y a especular con el alza de precios. Era inteligente, esforzada, buena madre, una mujer casi ejemplar. No volvió a enamorarse, pero a veces se escapaba por ahí para no aburrirse sola.

Pero esta historia no se queda ahí.

Perdió a su padre y decidió volver cerca de su madre para cuidarla mientras envejecía. Ella misma se dio cuenta de que su cuerpo estaba vigilado por la ley de la gravedad, así que vendió su casa y compró un terreno al lado de su madre. El terreno no tenía ningún valor y era feísimo, porque estaba en un peladero de nadie y con un terrible olor a bosta de las vacas que andaban sueltas por ahí. Ella hizo una nueva casa como la imaginó y se llevó a su hijo, que ya estaba listo y motivado para estudiar en la universidad en algunos años. Cercó bien el terreno ella sola y, cuando pasaron cinco años, pudo comprar más terreno y hacerse de un espacio más grande donde poder hacer un enorme jardín y una piscina para cuando llegara el nieto que se le repetía en sueños.

Ella no se quedaba quieta ni cuando estaba acomodada en un sillón. No tenía tiempo. Tenía ideas para todo. Quiso una vida relajada. Con lo que le sobró de la venta de la casa y con lo que recibió del primer terreno, compró una casa antigua y la echó abajo. Con cálculo de negociante, vio que podría hacer unas doce casitas para arrendar y así tener cómo vivir sin tanta fatiga, así que fue al banco y puso todo lo que tenía en prenda para pedir un gran préstamo para cumplir con su meta.

Se pueden derrotar los propios errores y amar sus consecuencias.

Lo logró rápidamente. Once meses después, y luego de pasar apreturas y desvelos, puso un aviso de arriendo y fue todo un éxito su proyecto. Tuvo el alivio de poder lograrlo. El préstamo se pagó solo y pudo respirar feliz por muchos, muchos años.

Perdió el miedo a los aviones y se dio vacaciones mundiales. Viajó a los países de las primeras civilizaciones. Visitó potencias mundiales. Hizo voluntariado en hospitales para enfermos terminales. No podía quedarse quieta, era pura energía. Podía estar donde quisiera, pero se daba tiempo para hacer mejor la vida de los demás. No era una mujer que digamos meditativa, era más bien pragmática. Porque aunque hablaba con Dios de repente, se dio cuenta de que el caballero este no tenía muchos pecados por los cuales regañarla, por lo que su suerte económica la concibió como un regalo merecido y permitido por parte de él.

Su único vicio era fumar un poco. No se enfermó casi nunca de gravedad, y eso que el estrés estaba de moda. Cada día se daba ese tiempo para andar por todos lados. Tenía sus amigas. Nadie le exigió nada nunca. ¿Qué se le podría reprochar? ¿Trabajar mucho? Nadie la trató de mezquina, porque no negó ayuda a nadie. Era ambiciosa, pero nunca tanto como para no compartir su buena suerte.

Su último sacrificio fue renunciar a todo cuando se cansó de ser joven. No, no murió todavía. Le entregó a su hijo la responsabilidad de su negocio.

- Porque la edad no será nunca impedimento para trabajar. Ser viejo ahora es estar sin hacer nada, ni siquiera por uno mismo. Se pueden cumplir los sueños a cualquier edad – dijo enérgicamente cuando estaba en el hospital con otros viejos como ella tratando de mejorar los dolores de las articulaciones. La paciencia es un don, según ella.

Volvió a casa con un montón de remedios y se los tomó con harta fe porque no podría quedarse quieta ni un segundo más. Cuando le hizo efecto el montón de pastillas, volvió a la normalidad. También recibió una llamada con una noticia feliz: sería abuela. Cerró los ojos y se relajó imaginando lo que venía. Fue poco, nunca la tarde completa, porque se puso a hacer llamadas para hacer una piscina donde nadaría con el nieto que nacería en unos meses.

Fue a la pieza y tomó unos palillos. Tomó unas madejas y se puso a tejer ropa para el niño que venía a la casa, teniendo por seguro que es un niño, si yo ya lo soñé. Escribió también una carta para su hijo donde le revelaría donde estaba su padre, pero después la guardó para cuando ella muriera, pero se arrepintió que sí, que no, que ahora, que después, que ni muerta y varias razones más. Terminó meneando la cabeza y sufriendo por primera vez con la verdad que tendría que asumir. Pensó cuánto daño podría hacer a su hijo con tan solo un nombre.

- Ni siquiera sé si vale la pena. Que Dios me perdone el silencio de tantos años. Dame fuerza, oye -dijo, orando con fe de pecadora arrepentida -, mira que se viene fuerte la cosa. Se lo debo a mi hijo.

Cuando terminó de lamentarse con humor, fue por una pala y empezó a marcar el recuadro donde quería su piscina. Después siguió arrastrando la pala por el suelo como un juego y haciendo una línea interminable y siguió haciéndolo por la gran extensión de sus terrenos como una vieja loca que no sabe de límites ni de dificultades, porque había luchado por ellos a lo largo de una vida grata que se le dio para que todos supieran que para tenerlo todo a veces es necesario sacrificarse amargamente para ganar dulces finales felices.

miércoles, 28 de febrero de 2018

Angello


Angello

Angello había fumado marihuana y había tomado tantas cervezas como aguantaba la noche conversando con los amigos. Era día libre. Se había cortado el pelo con el corte de moda, corto por los lados y largo arriba. Al otro día fue a trabajar en el restorán. Antes de ir a atender las mesas, había visto su reflejo en el espejo. Salió bien peinado. Se arregló la camisa blanca. Lustró sus zapatos negros. Se arregló el pantalón negro.

Parecía un italiano, lo imagina así desde que lo ve. Ella se obsesiona con él, pero ni siquiera le alcanza para un sueño erótico. Porque la señora, a pesar de sus mil amores, encuentra una belleza luminosa en este joven al que le supone unos veinticinco años. La señora, que tampoco es tan señora, lo mira y le encanta esta dulzura que siente. Angello se acerca a ella y le ofrece el especial del día. Ella lo mira y Angello llena el espacio con su voz atarantada, que no era italiana, pero pudo ser. Ella pide pescado con ensaladas, un jugo de frutilla, un vaso de agua, un café para terminar. Angello llena ese espacio con su aura especial. Ella sabe, intuye, en realidad que él, en el espacio sagrado de su intimidad, se porta de mala forma, tan ingenua no soy, se le nota a este hombre que puede ser el mismo demonio en su casa.

Angello va a la cocina y le pide a otra mesera que atienda a la señora, a esa señora que está allá sentada en la mesa cinco. Esa señora está ahí, es tan mirona, con esa mirada que me sigue, si ni siquiera la conozco, pero es insistente y me enferma que me miren así como queriendo decirme o hacerme algo. La mesera ríe. Angello le entrega el pedido a la mesera y ésta lleva los platos. Ella hace lo que tiene que hacer y se retira a contemplar el cielo desde un patio interior del restorán donde se puede fumar un rato para soportar la presión del día. La mesera mira a Angello, pero no dice nada, porque no le importa la gente del trabajo, sólo quiere que las ocho horas de trabajo ojalá fueran seis para disfrutar la vida y no estar haciéndole la riqueza a otro que lo va a pasar mejor esa noche en su cama amplia, en su casa amplia, no como yo que apenas meto una mesa y ya debo pensar si coloco sólo cuatro sillas porque si van seis no cabe un sofá pequeño. Ay, Dios mío, dame fuerza para este día.

Angello anda atendiendo a otras personas. Se concentra en estar cómodo en su trabajo. La señora ha terminado. Pide la cuenta. Angello la sigue con la mirada inocente, no quiere complicaciones. Recibe el dinero. La propina es ostentosa y se emociona, porque nunca nadie había dejado tantos billetes. Entonces la señora se va y sale por la puerta. Afuera el sol pega fuerte. Angello piensa qué va a hacer con tanto dinero. ¿Compartirlo con la mesera?. Mejor lo guarda. Mejor ahorra. Cualquier cosa es mejor que el despilfarro.

Angello sale a la calle a mirar por donde va caminando la señora. La mira caminar un rato para ver si ella mira hacia atrás, pero no lo hace. Angello se aburre y se refugia en la sombra. Esa noche Angello está contento. La señora no puede dejar de pensar en Angello mientras fuma frente a la ventana que da al mar. La señora rescata la energía que proyecta Angello y cree firmemente que él va a ser alguien con un gran futuro o con mucha suerte. Angello cierra los ojos y se duerme sin pensar en nada. La señora termina su cigarro y cierra la ventana, cierra la cortina. Todo se oscurece.

lunes, 12 de junio de 2017

Microcuento: Lo que ella dijo.

Lo que ella dijo

Ese día ella le tomó el brazo otra vez. Él se paralizó. No había oportunidad de nada, así que él se transformó en piedra y apagó ese deseo de fuego. Ella me tenía sonriente, pero yo no podía intentar un acercamiento ni mencionar el tema. Trabajábamos juntos: ella, yo y su esposo. Yo no tenía nada contra él; nos saludábamos con calidez y me parecía siempre un buen tipo, así que empecé a alejarme de ambos por culpa, por tristeza, por imposibilidad, porque no quería herirme más estando cerca de ella.

- Yo sé lo que te pasa, pero me lo llevo a la tumba.

Eso fue lo que ella dijo y fue lo único que trajo la calma. Los días se le hicieron agradables. Aunque era invierno, no sintió tanto frío. Tomó más café que de costumbre para mantenerse despierto. Su atención se fue a otra compañera de trabajo. Era bonita y hartos años menor, pero vio una oportunidad y la invitó a salir. Fueron juntos a comer y pudo hacerla reír y ganar confianza, pero no tanta, porque no hubo beso ni una segunda salida. Como toda historia que pudo ser, no fue.

En esta historia hay ilusión. Hay un hombre absorto imaginando que abraza a una mujer en una cama espaciosa dentro de una habitación soleada. El tiempo se detiene. El contacto entre ambos cuerpos borra todo lo malo. Pero nada ocurre, porque nadie quiere sufrir. Ella ayudó a silenciar esa energía que parecía desbordar las reglas. No hablaron más que de trabajo. Toda esperanza fue derrotada. Porque no debían, porque no, porque nunca, porque estaba mal.

A él lo traté de cerca hasta que todo se desvaneció. Con mi esposo se hicieron amigos fraternos. Yo no podía permitir errores. A él lo veo preocupado por ser sincero con mi esposo. Yo sé que lo cuida, que me cuida, que quiere que mi vida sea la mejor. Se nota en sus gestos. Lo que dije se hizo promesa y la cumpliría. Vi la vida pasar como si fuese un eterno presente. No me hice cargo de su historia. Nunca imaginé una vida con él. Me negué todo. No arriesgaría nada, así que me reservé cualquier emoción para mis grandes secretos.

Yo me independicé y creé una empresa maderera con mi esposo. Lo volví a ver treinta años después. Pese a estar trabajando juntos y de tener grandes responsabilidades, nunca nos dimos los números de teléfono para decirnos algo como un feliz cumpleaños o un feliz navidad. Nos encontramos y nos saludamos con cortesía. Nos contamos los años y los días, nos miramos los cambios y comprendimos, satisfechos, que de alguna manera habíamos sido felices. Él se despidió con intensidad de mi esposo y con la fría resignación con la que vivimos años en paz. Era lo correcto. Los tres sonreímos contentos y nos despedimos para no vernos más.

La vi tan linda. Nos sonreímos como tres buenas personas que han chocado accidentalmente en una multitud. Me quedé con la sensación de que en la vida se puede vivir tranquilamente aceptando todas las pérdidas que quitan el aliento. Cuando ya nos dimos el adiós, caminé sin mirar atrás para que se me borrara su imagen. Sentí una pena inútil.

He transformado su imagen en olvido. Pero a veces vuelvo treinta años en el tiempo y, cuando la recuerdo, siempre es por lo que ella dijo.

Alik Handru, microcuentista chileno.

domingo, 25 de septiembre de 2016

Arida, microcuento sobre Arida.

Arida

Arida llegó a casa con la cara alegre y con la emoción de no estar sola. Venía con mamá, una señora bajita, dulce, que daba la impresión del amor de madre más auténtico. Transmitía calor la señora. Arida le pidió que la acompañara unos días. En realidad, no quería agobiar a su madre con sus padecimientos y pensamientos tristes que la tenían desesperanzada hace meses, luego de la ruptura con el tal Berto. Alivio. Padecer. Llorar sin ni un motivo, porque esa energía atragantada me envolvía por completo, como una manta de sueños que me convertían en una durmiente, en un cuerpo reposado en las negruras de la pena. Y ni una palabra tenía Arida para su madre, sólo la necesidad de recibir su fuerza, su cálida mirada de anciana buena. Su madre podía mirar el día más negro como si fueses el más brillante, el más bonito. Arida se puso tras los ojos de su madre para ver la realidad de esa manera tan noble. Y no quedó ciega, sino conmovida. Casi se dio cuenta de sus equivocadas ideas de tragedia. Arida esperó las palabras que destruyeran sus propios argumentos, porque era cierto que era dura, pero sólo de apariencia. Por dentro era de mantequilla y cualquier palabra podía herirla. Arida no cicatrizaba. Arida no sabía sanar. No resolvía. 

Arida pasó la tarde junto a su mamá. Sirvió té y se sentó con ella a recordar los tiempos que compartieron juntas. La infancia y la juventud. La partida de Arida para ir a estudiar a la universidad. El primer amor de su vida. El silencio llegó con la llegada de la noche. La madre de Arida habló en ese susurro amoroso de la experiencia y le dijo que se fuera a descansar a su pieza; ella lavaría las tazas y los platos, la cucharas, los cuchillos y sacaría las migas de pan sobre el mantel. Arida escuchó los movimientos de su madre entre el comedor y la cocina con agrado, con melancolía delicada, con esa lagrimita sola que cae porque ya no se puede soportar más tanta bondad, sintiéndose mal por ese insano estado de quien no quiere nada con la vida. Arida cerró los ojos. Su madre había esperado ese momento para acompañarla. Pero la miró desde el umbral y pidió a su Dios cumplidor que le diera fuerzas para hacer que Arida pudiera estar contenta por la mañana. Era realista. Simulaba su ausencia, caminaba como fantasma bueno y parecía estar en otra parte, pero no, era sólo la madurez de los años, era esa sensación de haberlo entendido todo por haber vivido tanto.

Arida despertó sin ni una sensación de cansancio. Pasó un día agradable. Hacía tiempo que no se veía tan dichosa. Los días menguaron su sensación de muerte de adentro, de total vacío y de sinsentido. Arida no sintió el paso del tiempo aquellos días junto a su madre. Tampoco se cuestionó esa nueva realidad de su mente despierta, despierta como una mañana relajada después de haber dormido bien. Y quiso esa libertad de niña que podía imaginar hasta un universo completo.

El día de la partida, Arida llevó a su madre de regreso a casa con toda su atención puesta en el gesto agradable de la paciencia. Se había esforzado por tener tiempo para que su madre se sintiera cómoda. Su madre iba mirando el paisaje, y pensaba en Arida, en que la veía tan sola, tan lejos de sí misma, que ya no la entendía, pero, como toda madre, pensó que era un estado pasajero, que cuando se es vieja, la juventud otra, la de Arida, era un confusión momentánea. La madre se contuvo de llorar. Abrió la ventanilla del auto y cerró los ojos. Sacó una mano al viento fuerte que todo lo borra y se desprendió del pasado ahuyentándolo con un adiós a ti, miserable mal.

Arida miraba la carretera intentando no pensar. Es fuerte, lo sé. Nadie podría decir lo contrario. Estaba mejor. Estaba por cumplir el sueño de su vida en poco tiempo. Y lo sabría cuando volviera a soñar otra vez con el amor hallado con una promesa secreta de un hombre que la buscaba sin mapa y que la convencería de que ahora sí, ahora hay un final feliz, mamá, ahora te puedo contar todo. Nos vemos pronto. Quiero creer que cuando vaya a presentarte a Darío me veas contenta. Arida soñó las palabras precisas para ese día, pero sólo dijo aquí está. Y la vi feliz, así que lloré de emoción discretamente bajo el rosal.

Alik Handru, microcuentista chileno.

domingo, 24 de julio de 2016

El dominio de la ignorancia.


El dominio de la ignorancia



En la sala de niños enfermos un hombre discute con la enfermera. El tipo ha descuidado a su bebé y se le ha salido la aguja del suero del bracito del niño. Pero él discute, piensa que le están echando la culpa. Yo tengo recuerdos vagos de mi estadía al lado de ese niño, es como una vida pasada. A veces pienso en el destino de ese chico y lo imagino por ahí repitiendo las malas ideas de aquel hombre. Otras veces creo que uno progresa solo aunque nazca en las peores condiciones. Suele pasar eso. Y eso es una grandeza para el alma. A mí me acompañaba mi mamá sin necesidad de obligarla, porque en el hospital nadie estaba obligado a estar de guardia de una vida. Había enfermeras durante el día, pero ella prefería cuidarme como nadie lo haría. Yo recuerdo a ese niño que fui y siento que he madurado tanto desde que sobreviví a la fuerte gripe de ese recuerdo. Estoy vivo. Pocos hombres como yo han tenido la suerte de tener el amor más puro cerca. Y me sirvió mucho, porque ahora soy hijo y soy padre. Ese recuerdo no se va. Ese niño que nunca vi muy bien se me hizo eterno en la mente y nunca lo pude olvidar.

Me siento feliz. Mi hijo viene hacia mí. Siento su corazón saliendo de emoción en su sonrisa. Cuando nació, lo cuidé como tesoro, porque los años se me estaban haciendo cortos para entregar tanto amor. Le dediqué tiempo, lo contemplé e hice de él lo que mejor pude. La muerte vino. Perdí tempranamente a mamá. Pero estuvo calma esa pérdida, la acepté con humildad.

La vida tiene tanta hermosura, tiene música. Escucho a Liszt. Me conmueve. En mi memoria sigo viendo al niño que estuvo a mi lado hace más de cuarenta años. Pienso en él dónde está, cómo es, si es feliz. Y pienso que quizá ese niño me eligió para ser mi hijo y que yo, secretamente, quise ser su padre desde el principio.
- Hijo, en el amor está todo el poder del mundo -  le dije una vez, aunque no sé si comprendió.
...
Mi padre alcanzó los noventa y cinco años de edad cuando murió. Yo traía el recuerdo del cuarto donde nos vimos por primera vez. Pero no le dije nunca nada, porque me di cuenta de que él ya lo sabía desde siempre. Cuando conversé con mamá esto, ella ya estaba enterada, porque papá tenía todo claro desde antes de que la vida nos trajera al mundo.
Alik Handru, microcuentista chileno.