Arida llegó a casa con la cara alegre y con la emoción de no estar sola.
Venía con mamá, una señora bajita, dulce, que daba la impresión del amor de
madre más auténtico. Transmitía calor la señora. Arida le pidió que la
acompañara unos días. En realidad, no quería agobiar a su madre con sus
padecimientos y pensamientos tristes que la tenían desesperanzada hace meses,
luego de la ruptura con el tal Berto. Alivio. Padecer. Llorar sin ni un motivo, porque
esa energía atragantada me envolvía por completo, como una manta de sueños que me convertían en una durmiente, en un cuerpo reposado en las negruras de la
pena. Y ni una palabra tenía Arida para su madre, sólo la necesidad de recibir
su fuerza, su cálida mirada de anciana buena. Su madre podía mirar el día más
negro como si fueses el más brillante, el más bonito. Arida se puso tras los
ojos de su madre para ver la realidad de esa manera tan noble. Y no quedó ciega, sino conmovida. Casi se dio cuenta de sus equivocadas ideas de tragedia. Arida Esperó las palabras que destruyeran sus propios argumentos, porque era cierto que era dura, pero sólo de apariencia. Por dentro era de mantequilla y cualquier palabra podía herirla. Arida no cicatrizaba. Arida no sabía sanar. No resolvía.
Arida pasó la tarde junto a su mamá. Sirvió té y se sentó con ella a recordar los
tiempos que compartieron juntas. La infancia y la juventud. La partida de Arida
para ir a estudiar a la universidad. El primer amor de su vida. El silencio
llegó con la llegada de la noche. La madre de Arida habló en ese susurro
amoroso de la experiencia y le dijo que se fuera a descansar a su pieza; ella
lavaría las tazas y los platos, la cucharas, los cuchillos y sacaría las migas
de pan sobre el mantel. Arida escuchó los movimientos de su madre entre el
comedor y la cocina con agrado, con melancolía delicada, con esa lagrimita sola que cae
porque ya no se puede soportar más tanta bondad, sintiéndose mal por ese insano estado de quien no quiere nada con la vida. Arida cerró los ojos. Su madre
había esperado ese momento para acompañarla. Pero la miró desde el umbral y
pidió a su Dios cumplidor que le diera fuerzas para hacer que Arida pudiera
estar contenta por la mañana. Era realista. Simulaba su ausencia, caminaba como fantasma bueno y parecía estar en otra
parte, pero no, era sólo la madurez de los años, era esa sensación de haberlo
entendido todo por haber vivido tanto.
Arida despertó sin ni una sensación de cansancio. Pasó un día
agradable. Hacía tiempo que no se veía tan dichosa. Los días menguaron su sensación de muerte de adentro, de total vacío y
de sinsentido. Arida no sintió el paso del tiempo aquellos días junto a su madre. Tampoco se
cuestionó esa nueva realidad de su mente despierta, despierta como una mañana relajada
después de haber dormido bien. Y quiso esa libertad de niña que podía imaginar hasta un universo completo.
El día de la partida, Arida llevó a su madre de regreso a casa con toda su atención
puesta en el gesto agradable de la paciencia. Se había esforzado por tener
tiempo para que su madre se sintiera cómoda. Su madre iba mirando el paisaje, y
pensaba en Arida, en que la veía tan sola, tan lejos de sí misma, que ya no la
entendía, pero, como toda madre, pensó que era un estado pasajero, que cuando
se es vieja, la juventud otra, la de Arida, era un confusión momentánea. La madre
se contuvo de llorar. Abrió la ventanilla del auto y cerró los ojos. Sacó una
mano al viento fuerte que todo lo borra y se desprendió del pasado ahuyentándolo con un adiós a ti, miserable mal.
Arida miraba la carretera intentando no pensar. Es fuerte, lo sé. Nadie podría
decir lo contrario. Estaba mejor. Estaba por cumplir el sueño de su vida en
poco tiempo. Y lo sabría cuando volviera a soñar otra vez con el amor hallado con una promesa secreta de un hombre que la buscaba sin mapa y que la convencería de que
ahora sí, ahora hay un final feliz, mamá, ahora te puedo contar todo. Nos
vemos pronto. Quiero creer que cuando vaya a presentarte a Darío me veas contenta. Arida soñó las palabras precisas para ese día, pero sólo dijo aquí está. Y la vi feliz, así que lloré de emoción discretamente bajo el rosal.
Alik Handru, microcuentista chileno.
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