Hiena
Se había
levantado con pesadez en el estómago. Las calles tenían el aspecto del
abandono. Las casas eran de madera y habían sido construidas una al lado de las
otras para cobijar un oculto malvivir heredado. Los más cautos miraban por la
ventana. Una niña lo vio, pero a ella le importó más soportar el encierro como
castigo por golpear con su rabia fuerte a otra chica. La niña hizo un gesto de
asco cuando lo vio correr arrastrándose con las piernas quebradas por una
golpiza antigua que intentó obligarlo a
un cambio que no prosperó. Iba sonriendo sin motivo, sin bondad, sin humanidad.
La gente estaba acostumbrada a verlo vagar por ahí. La indiferencia
cotidiana hacia él era la actitud más honesta que prevalecía en estos brutales
paisajes urbanos. Era tan joven. Rio groseramente para marcar sus dominios.
Temprano había consumido sustancia. Las madres barrían las polvorientas veredas
para espantar los vicios con oraciones fervorosas. No les importaba si él vivía
o moría. El desaliento era popular allí. Ésta era una bestia más en medio de esa
obscena realidad. Él mostró sus dientes llenos de una euforia feliz. Llegó
cerca de otros como él y se pusieron a emitir ruidos sin sentido. Se escuchó
una risa desagradable. Tenían hambre. Se juntaron para buscar la comida prometida.
Una abuela callada dejó una olla con legumbres en la calle, afuera de su puerta
pintada café. Uno del grupo fue a buscarla. La anciana le pasó una cuchara. Se
miraron a los ojos para comprender el gesto de sobrevivencia concedida. Los
otros esperaron la olla. Cuando olieron la comida, el más gracioso tomó la
cuchara y les fue dando comida en la boca uno por uno. Era un ritual que
inspiraba compasión. No había vergüenza en esta forma de compartir la comida. (Los
que habían visto esto se llenaban de esperanza en un cambio).Comieron con
voracidad de hiena fuerte. La olla fue devuelta a la anciana sagrada. Ella tomó
la olla relamida. El agua lava, el agua purifica, el agua calma. Ella tenía la
misión de alimentar a estos hijos perdidos, a estos animales que tenían el
derecho a vivir según la ley.
Se cuida y se respeta
la vida propia y la ajena.
Contó la anciana a su propia
vida tranquila y contemplativa:
- Estos chicos estaban
flacos y tenían un aspecto terrible. Yo sólo cumplí con el encargo. Bajo mi
puerta llega dinero en un sobre anónimo con la petición de cocinarles y dejar
la olla a la vista de ellos. Son cinco hienas hambrientas. Ríen drogados todo
el día. Antes, cuando no recibía el dinero ni les cocinaba, ellos sacaban
restos de alimentos que encontraban en la basura: huesos, frutas, panes, restos
de carne. Mi esposo sale por la tarde a buscar pan que le regala un panadero
para estos muchachos. El panadero no quiere que se sepa de su acto; mi esposo,
tampoco. Temen el repudio. Les damos pan por la tarde para calmarlos. Siempre
están riendo. Dicen que tienen esquizofrenia. Dicen que hay que dejar que se
mueran o que se maten entre ellos. Nosotros cumplimos con alimentarlos. Creemos
que son sus padres o quizá familiares los que dejan dinero. Lo ocupo en ellos. Aquí
no se habla de esto; aquí las cosas ocurren sin preguntas y sin explicaciones;
aquí estamos acostumbrados a vivir o a morir. Pero todo a su tiempo. A cada uno
le llega su hora, ya sea llorando, ya sea riendo como único remedio contra la
miseria de una infancia terrible, como la que marginó a estos cinco jóvenes de
la posibilidad de una vida tranquila en sus casas, como debiera ser para cada
uno de nuestros hijos. Hace dos años vino una camioneta y se llevó a los cinco
chicos para una rehabilitación. Uno de ellos había matado a su madre de un
infarto (no lo admitió, lo intuimos), producto de una rabia mal contenida. Esto
causó un impacto profundo en el grupo. Nosotros los vimos por última vez.
Pronto nos llegaría la paz de la otra vida.
Sanamos. Nos
costó vómitos y furia sin sentido en el sanatorio. Vivimos el calvario de la
abstinencia sin visitas dos años a solicitud nuestra. Volvimos al vecindario
para agradecer a los ancianos por la comida que nos daban en tiempos oscuros.
Ellos ya no estaban. Habían fallecido. No sabíamos cómo reaccionar. Yo lloré.
Los otros lucharon por mantenerse firmes. Con los días nos separamos.
Avergonzados de nuestro pasado, no quisimos vernos más. Nos evitábamos en la
ciudad. Sobraba rabia, pero preferimos emplearla en vivir honestamente. De a
poco sabemos que estamos luchando por retomar la vida, trabajar, formar familia
y ser mejores para alcanzar el perdón por la vida desperdiciada. Eso ya pasó. Ahora miro hacia el futuro, porque ha nacido mi primera
hija después de siete años de tranquilidad. La esperé tanto. Nació sanita. Sólo
puedo agradecer su hermosa sonrisa y ver la mía en sus bellos ojos. No me gusta
sonreír mucho. Me trae malos recuerdos. La seriedad me ha hecho bien, me libera
del pasado. Insisto: no hay vuelta atrás.
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