Luciérnaga
Algunas personas parecen no
tener sentido ni importancia. Pero la tienen. Ella se agita con esta reflexión.
Ha sido criada como una niña culta. Cumple sus obligaciones diarias. La
desconciertan la pereza, el desánimo y las malas acciones de los demás. Ellos no se dan cuenta de sus actos. Abre
su mente. Se orienta con sentido común. Concluye con sabiduría: todos cumplen
una función.
Está satisfecha. Ha hecho
surgir una idea nueva para el mundo. Abre la ventana. Ahoga un grito. Se
concentró en su reacción. Era la primera vez que veía una luciérnaga. Y sería
una sola vez en su vida. Sus manos acompañan el vuelo del insecto. Vería
extraños fulgores más adelante. Serían señales que la guiarían en la
trayectoria de sus decisiones. Admite presagios.
Algunas personas
nacen con el propósito de ser un efectivo mal ejemplo que no desearíamos
imitar.
Dos años después se aburre
de ser la señorita perfecta. Su padre advierte esta rebeldía. Para él no es
grato aceptar estos desatinos de libertad, pero su mujer le dice que es la
edad. La chica explica. Cada uno elige la fuerza de su resplandor. Disfrutaría
el presente con la libertad del azar. Los padres escucharon sin interrumpir. Se
sintieron seguros. Confiaron en ella.
Se hizo espontánea. Rió sin
analizar, sin juzgar. Fue a fiestas. Besó por primera vez. Se sintió amada por
un chico deslumbrante. Descubrió instintos. Exploró sentidos dormidos, pero estableció
límites. Él la hacía sentir especial. Conversaba temas complejos o se hacía el
gracioso a falta de ideas. Lo escuchaba desahogar sus problemas. Esperaba que
él tomara decisiones. No lo interrumpía ni lo forzaba a nada. Eso lo había
aprendido de su padre. Lo recordó, porque su madre decía que una mujer busca a
su padre en el hombre que ama. No le dio importancia. Pasó buenos momentos con
él. Se entretenía mirando esos destellos púrpuras que a veces lo acompañaban.
Lo quiso mucho. Los dos se
ayudaron en lo malos momentos. El peor fue su enfermedad. Él partió de este
mundo cuando ella aceptó que una buena historia de amor es aquella que perdura
en la eternidad. Lo lloró lo apropiado. Esperó el año de los muertos. Él
cumplió su penitencia. El destello de su alma ascendió velozmente al cielo de
su paz. Ella lo vio. Creyó en la otra vida.
Las luces más necesarias
fueron las de su parto. Claro que volvió a enamorarse. Retomó los pasos de los
días con sosiego. Los ojos de su hijo brillaban. Eran transparentes. El padre se
dedicaba a la energía solar. Lo quiso de inmediato. Fue su sonrisa. Ella no
pudo evitar devolvérsela. Si brillaban sus ojos, sería feliz con él. Eran las señales.
Se quedó con él a pesar de su obviedad. Lo importante era su luz. Le gustaba
hacerle cariño en sus mejillas de hombre comprensivo. Hay pocos. La cuestión es
que la gente buena existe.
La noche que creyó era su
última vez como ser humano, ella encendió una vela y la dejó en medio de un
plato con agua para no provocar un incendio. Pidió relucir en el cielo. Se
colmó de estrellas esa noche. Pero no se fue por el túnel de luz como dicen los
que han vuelto de la muerte. Hizo un gesto de conformidad y apagó la vela con
los dedos. En una visión le llegó conocimiento: aquellos que portan luz viven muchos
años para ayudar a los demás a no extraviarse en los penosos confines de la
oscuridad. (Es un premio misterioso. Otras veces se vive muchos años sufriendo
para pagar errores del pasado en vida). No podía quejarse. Aguzó la mirada y
pudo ver, como cualquiera, la luz que emanaba de sus manos. Lo hacía como un
juego desde la niñez. Acarició el rostro del hombre que amaba. Logró dormirse. En
sueños, la luz de su cuerpo salió volando para convertirse en una hermosa
estrella de su cielo astral.
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