Le llamaban el Rey Oscuro. Había gobernado el reino
viajando por él con la ayuda del viento, transformándose en una corriente
cálida que se mezclaba con el aire frío. Algunos súbditos habían percibido su
presencia, pero sólo la anciana de los secretos había comprendido la misión de
él.
La gente quería escucharlo, pero él no hablaba en
público. La gente decía que no existía. La anciana les recalcó que él era sabio
y que ellos inventaban historias de ignorantes. El rey oía confundiéndose en la
polémica. Horas más tarde ordenó publicar un mensaje que decía “El rey manda
sus mejores deseos de paz y bienestar para todos”. Fue leído por la gente y
comentado por los padres a los hijos. Los hijos dijeron que las palabras del Rey
Oscuro estaban protegiendo al reino, que vivía una época feliz, sin guerras ni
conflictos. Los padres pensaron que los hijos estaban rebelándose y los miraron
con sorpresa, porque no habían pensado concienzudamente lo que les decían, sino
que creían que algo malo podía pasar. Heredaban miedo y debilitaban la mente de
sus descendientes con su necedad.
Quien tiene poder influye hasta en el más humilde de sus servidores u
oyentes
para bien o para mal.
El rey decidió que transmitiría más mensajes animosos.
Guardó reservas de sabiduría. Habló con un consejero para escribirlo
claramente. Al terminar, pidió quedarse solo para meditar.
Cerró la puerta. El Rey Oscuro se miró frente a un
espejo. Cuando remeció las plumas que adornaban su pecho, una luz cegadora,
menos para él, deslumbró su habitación. Su mayor tesoro era el sabio corazón
luminoso con el que había nacido. Pero no podía revelar esa y otras verdades a
los gentiles, porque se asustaban fácilmente con lo desconocido.
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