Gallina
~Mamá, soy un fantasma.
- Hijo, no botes
cosas al suelo.
~Déjame ir.
…
En el campo
antiguo se vivían historias secretas.
- ¿Me darías el
bebé para que sea mi hijo? (Hice la pregunta más valiente de mi vida a aquella
mujer).
-
Bueno. Firmemos los papeles. (Fue un pacto silencioso. Ella no quería hijos en
su vida. No la he vuelto a ver jamás y pienso que merecemos olvidarnos mutuamente).
Esa pregunta y esa respuesta unieron sus destinos. El
niño fue suyo. Ésta es una preciosa historia de tiempos antiguos, con una dulce
experiencia para quien logre entender a una mujer que no pudo casarse con el
hombre que tanto amaba sino con el que la obligó su padre. La rabia del cuerpo.
Rencor. Frío.
El
pequeño anidó en el cuerpo de una mujer que, mucho antes, había rogado a Dios
que nunca le diera hijos. (Maldije mi matrimonio arreglado, maldije mi
maternidad). Dios respondería según su divino parecer. La razón de esta súplica
sólo Dios la perdonará. Hablen con Él para conocer la verdad.
Ella,
furia y severidad, terca por costumbre, fue madre; él, único, acogido y amado,
pudo ser llamado hijo con el apellido de su nueva madre y de su nuevo padre,
así que ningún otro niño se mofaría de él ni tampoco se haría preguntas sobre
su origen. El padre no hablaba mucho. El padre sabía. El padre callaba. Quiso
al niño sólo después del final de esta historia. Ausente.
Años,
muchos años después, ella se arrepintió y quiso procrear su propio hijo.
(Instinto). Y cuando fue al ginecólogo, éste le dijo:
-
Señora, tiene un quiste ovárico. Debe extirpárselo, porque es cancerígeno. En el examen
que se hizo en el control anterior, vi que aún tiene huevitos para procrear hijos - habló compasivamente
a la mujer que lo miraba con aspereza -. Puede realizarse un tratamiento contra
el cáncer mientras decide embarazarse.
- Saque lo que deba sacar, doctor. Yo ya tengo un hijo.
Estamos a prueba hasta el último de nuestros días.
…
Nunca le mentí a mi hijo. Le expliqué desde los ocho años que no había
nacido de mi vientre, pero que lo amaba como si hubiera nacido de mí. Lo amé
veintitrés años. El día que lo perdí, soy directa, perdónenme por contarlo así,
llovía mucho. Fue un accidente. Era de noche. Mi hijo iba por un camino lleno
de charcos a ver a su abuela. Un auto lo atropelló. Recibí la noticia y me
desmayé. Cinco horas después desperté sin hijo. Había muerto instantáneamente.
Lloré más que la lluvia de ese día oscuro. Y aunque acogí a otros como mis hijos,
aquél que murió para mí fue el más importante. Soy dura. Y ayer, después de
veinte años de duelo, tomé una decisión:
- Mi sufrimiento se termina hoy. Hijo, te quise desde el principio. Adiós,
amado hijo. (Volví a latir).
~Adiós, mamá. Yo
también te quise mucho.
Al hacer el gesto de despedida invisible, sentí un grato calor interno,
el mismo que me permitió cobijar a mi hijo la primera vez que lo tuve entre mis
brazos.
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