Leona
A los catorce años
estuvo en cautiverio por seis días. Fue inolvidable. Era sábado. Alrededor
había fuerza negativa suficiente para llevar a la más oscura realidad a toda la
gente que habita todavía esas frágiles casas de madera tosca. Entre medio de las
tablas entró aire frío. Ella rugió y la poética salvaje de su voz le dio fuerza
y valor.
La calle era el
paisaje que adornaba su ventana. Afuera, el lunes pasado una chica vio aparecer
las uñas de esta brava que ahora la mira. El furioso derramamiento de sangre la
marcó por la repercusión de su impertinencia: La vi revolcándose con un tipo allá en la tierra. Conózcanla. Habló
con provocación, sin temor. Vino la risa disimulada. A la niña le dolió ese
murmullo grosero. La corrupción estaba prohibida a su amado cuerpo. Se nombró: Casta soy. Se dio valor. Caminó. La
agarró y la golpeó. El honor tuvo gloria y paz.
Cuando se habla mal de
ti y es mentira, el universo te ayuda. Es una ley inalterable.
Seguía atenta a los
movimientos de afuera. Vio a la chismosa conversando con otras. Las estudió. No
tenían contenido, significados, cordura. No atacaría. No volvería a usar los
nervios de la violencia. Mamá había entristecido y había perdido por varios
días la sonrisa que admiraba y que la inspiraba para superarse. Papá la obligó
a ir a la casa de la chica para pedirle perdón por agredirla. Una puerta fue
abierta. Una palabra fue pronunciada. La otra no dijo nada, sólo miró fijamente
su cara y cerró la puerta. La humillación de la derrota fue aceptada.
En casa, recibió el castigo
de no poder salir por seis días. El golpe firme y moderado le había bajado la
temperatura de las orejas. No volvería a pelear. Una sola vez necesitó que su
instinto fuera amansado sin muestras de compasión.
La liberación fue un
permiso para salir a la calle ese día. Dio pasos firmes para dominar el territorio de su adolescencia. Estaba esa
chica y otras más. Pasó cerca de ellas. Les mostró los dientes con arrogancia. Ellas
se dieron vuelta con indiferencia vulgar y no las quiso mirar más, nunca más.
La maldad se domina con la fuerza del bien
superior.
La mujer apacigua su historia:
- Ahora que soy una
madre, adulta y consciente, me arrepiento de corazón por lo que hice. Y el
castigo lo agradezco también, porque palió mi intento de indocilidad doméstica.
Fue aplicada. Fue mujer. Fue distinguida. Sobresalió de la barbarie en
un barrio otro. Fue madre. Parió. Cuando aconsejó a uno de los gemelos de siete
años (tuvo dos niños, uno más oscuro que el otro) sobre pelear o no pelear con
un compañero de escuela que era violento y molestoso, le dijo:
- Defiéndete.
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