Habíamos nacido por la tarde. Las
contracciones de mamá avisaron a nuestro instinto que ya debíamos ocupar un
lugar en el mundo. Mi hermano es el único que he tenido. Era de piel pálida; yo
era más oscuro. Nacimos respirando fuerte. Hicimos familia. Nos reconocimos con
cariño cada día que pasamos juntos en nuestra casa. Mi hermano era adorable. Me
gustaba jugar con él en el patio, correr tras una pelota, pelear para
fortalecernos. A los ocho años empezó a tener ausencias. Papá y mamá se asustaron
mucho. Algo no estaba bien y era cierto, porque algo muy malo ocupó el espacio
de la incertidumbre: mi hermano tenía un tumor en la cabeza y había sido desahuciado.
Él alcanzó a tener diez años cuando lo sepultamos en la tierra húmeda de ese
invierno. Surgió la creación desde mi dolor e imaginé que de la tierra brotaba
la vida y un hermano nuevo.
La muerte es un
renacimiento.
Papá y mamá me dijeron que todo iba a estar
bien. Me sentí reconfortado en sus brazos. El sueño me durmió dos días.
Desperté cuando un perrito juguetón llegó
moviendo su cola. Lo miré con mis diez años y entendí la soledad que los dos
terminaríamos en ese encuentro. Lo quise de inmediato. Lo cuidé mucho. Crecimos
juntos. Recuerdo que cuando yo salía a pasear me seguía por todas las ventanas
de la casa hasta que lo perdía de vista en su ansiedad por mi partida.
Me hice un poco melancólico cerca de mis
quince años. Recuerdo que también me puse alcohólico. Tomé mucho, fumé mucho y
me drogué indómitamente. Esto no se lo podía contar a mis papás. No quería
demostrar que su promesa de bienestar se desvanecía conmigo.
Me puse intratable. El perro ladraba mucho
últimamente. A mí ya no me interesaba. Lo hacía a un lado, le pegaba patadas
cuando insistía en acercar su nariz húmeda a mis manos.
Viví enrabiado por años. Estudié, terminé y
me fui de casa. Me vi fuerte. Visitaba escasamente a mis padres. El perro me
miraba, pero ya no me buscaba y no me importó. Se echaba en el suelo y
parpadeaba suplicante. Yo no quise saber más del perro. Estaba preocupado de mi
vida, de crecer, de tener cosas, de reírme, de olvidar, de saberme grande. Fui
un gran problema el que produje en mí. Nada me importaba, sólo vivía. En
realidad estaba muerto por dentro, pero alguien tendría que hacérmelo notar.
La tensión crecía en mi mente y en mi
cuerpo. No dormía bien, me despertaba en mitad de la noche. Andaba inquieto.
Una madrugada desperté y corrí hasta mi vieja casa sin pensar. Entré y mis
papás no me dijeron nada. Tomé al perro y le hice cariño. Le pedí que me
siguiera. Corrimos sin dirección. El vapor de la respiración fue revitalizante.
Subimos corriendo un pequeño cerro que dejaba ver el barrio. Me puse a gritar.
El perro aulló asustado. Desahogué la furia de mi niñez con tanta fuerza que
lloré y volví a nacer. (Los llantos de cuando se vuelve a nacer hacen doler
fuertemente la corona de la cabeza). Admití que el duelo por mi hermano me
había afectado demasiado. El perro adoptó una postura rígida y me observó
mientras yo me revolcaba de tristeza en la tierra de mi desgarrador llanto
infantil. Y en esa actitud de niño volví a ver a mi hermano junto a mí. Reaccioné con calma. Cuando decidí volver a
casa el perro no me siguió. Y no insistí.
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