Lagarta
Ella había nacido con la piel color verde y arrugada. En la
infancia de sus primeras preguntas, fue empujada lejos de la humanidad. Se
abrió una puerta que daba hacia la espesura de la selva. La puerta fue cerrada. No sería reconocida por los
semejantes.
Descubrió su ajenidad. Era un reptil inadecuado para ser
domesticado. Su lugar original reclamaba su presencia. Oyó su instinto y
exploró la selva, sujeta al musgo que le enseñaba el camino. Las piedras organizaban
escondites. Ella se movía nerviosa en medio de las soledades y de las
acechanzas del miedo. Percibía la mirada de algunas criaturas de la naturaleza.
Iba a conectarse con ellas, pero le faltaba el lenguaje apropiado. En su
momento se le otorgaría aquello que sería. Sus ojos miraban el mundo desde la
firmeza de las rocas, buscando un sentido a su propio animal físico. Miró el
sol.
- Tengo frío, pero mi sangre ya no derrama soledad. Ya las piedras
han sido entendidas, ya el sol se acurruca en mi piel rugosa de realidad.
Ella vivió su realización animal. Nadie se acordó de ella; nadie
buscó sus huellas. Olvidó su orfandad. Conoció a otra madre. Respiró profundo y se dejó llevar por
la calma de su transformación. Mientras
se integraba hacia el todo absoluto, su sufrimiento se apagó porque ya no tenía
deseo ni rencor. Había alcanzado la
purificación.
El prudente
reconoce cuál es su lugar en el mundo.
Y en esa transformación agradable y lúcida notó:
-
Es tan liviana esta vida, abrazo a la tierra y al agua. Percibo a las plantas
que me sonríen al pasar. La naturaleza sabe guiarme con la maravillosa
perfección de su espíritu.
Por Alik Handru, microcuentista chileno.