Pulpo
El niño nació para vivir.
Saludó al mundo con tres brazos en ese penoso silencio del parto clandestino. La
sangre no calmó el frío que lo apartó de sus padres. Su cuerpo era miedo, un
absurdo animal no imaginado. Frente a frente y los ojos en el niño, los padres
caminaron esa madrugada. Vislumbraron un muelle en un lugar perdido. El acuerdo
lo confirmaron sin palabras remordidas. Lo lanzaron al mar. Cayó en el olvido.
El niño flotó delicadamente en
las aguas verdes. Fue mecido por el mar hasta acercarlo a un bote, una isla de
madera habitada por unos hermanos pescadores. Ellos, con sus brazos amables, lo
acunaron en sus redes. Pensaron que era una criatura nueva del mar. Callaron su
asombro. Lo rescataron y lo acomodaron sobre la cubierta. El niño abrió los
ojos y lloró como si se hubiera muerto de soledad natural. Luego bostezó y se
durmió con familiaridad. Los pescadores lo llevaron ante su anciana madre. Ella
dejó caer dos lágrimas. Secó el dolor e hizo un gesto para que le hicieran un
lugar. Hubo silencio y aceptación en esa casa.
Ella lo crió como cualquiera de
sus hijos. Le enseñó a hablar firme, a leer, a pensar, a ser fuerte y a pescar.
Sus hermanos lo querían más que a sí mismos. El niño creció prodigiosamente y
alcanzó a sus hermanos en existencia. Vinieron las olas y la corriente de la
vida. El agua salada de sus ayeres lo amó. El azul le facilitó flotar, nadar, mirar
horizontes. Vaticinó su futuro. Su vida fue venerada por el oleaje. Creció fuerte
su sol, firme la roca de sus convicciones. Ante el mar, el pulpo se colmó de
humanidad.
Uno no se puede negar a sí mismo una mejor vida.
Y dijo él, contemplando su
propia voz:
- Ante mi propia vida desolada
estaba la magia, el clamor de mi espíritu animándome a vivir. Mi corazón se
llenó de mis hermanos protectores. (Madre, floté en mi oportunidad). La tierra
caminó mis pies. Comencé mi vida marina. La poesía y la ciencia forjaron el
resto de mi felicidad.
Por Alik Handru, microcuentista chileno.
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