Lobo
Invité a mi hijo al bosque. Le
enseñaría a cazar lobos. (Aquella sangre salvaje no permitía la interpretación
de los instintos). Las hojas de los árboles chocaron entre ellas con timidez. Yo
no las escuchaba. No alteraría las circunstancias. El viento era frío,
poderoso, calmo. Esa fuerza concedía paz a nuestra agitación. Los lobos
girábamos en nuestro propio centro. El olor humano punzaba nuestro olfato
animal.
Los mensajes del aire nos impulsaron.
Caminamos. Acechábamos estrategias, posibilidades, peligros y triunfos. Habíamos
convenido sacrificar al niño sin la lástima humana. Nuestra especie no conoce
ese detalle. El cosmos estaba tenso. (Todos caminaban; todo se movía). Mi padre
siguió unas huellas. Debí interpretarlas como presagios antiguos. Al llegar al
final del rastro, unos lobos aullaron.
- Padre, hijo, estamos rodeados
de ti. (Se oyó un cántico de duelo).
Los sonidos grises y rasgados
ocultaron la claridad del bien. Abandonamos escondites y nos lanzamos sobre el
hijo del cazador. No se vio el final.
La muerte no
elimina el sufrimiento.
La muerte
termina con algunos sufrimientos.
Meditó el padre en su vejez:
- Mi dolor lo superé –dijo
a sus propias lágrimas. Se comparaba a las bestias salvajes e intentó olvidar
su humanidad para transformarse en una de ellas. El rencor le carcomía los huesos.
Pero, más intensa que este resentimiento, era la espera de una vida mejor. Su
hijo contemplaba esta resignación en su cielo casi perfecto, porque recién iba
en el primero de siete.
Por Alik Handru, microcuentista chileno.
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