Ciervo
Empecé
a trazar el entendimiento de mi viaje. Estaba en un sector del bosque que no
había sido recorrido. Mis orejas se movieron. Nada oí, nada me inquietó. Olí
las hojas bajas de los árboles. Una racha de viento me hizo contener el
aliento. El suelo tenía colores amables y tranquilos. En el bosque, mi mente se
elevó hacia el cielo. Olí también un aroma dulce que transportaba la brisa. Caminé
disfrutando perderme: la verdad, estaba descubriendo nuevos espacios del mundo
que aparecían ante mí. Caminé por horas, hasta hallarme en un bosque pantanoso.
Había tanta agua alrededor, que alcancé a percibir su movimiento, su vínculo invisible
entre la materia y la vida del mundo, semejante a un tren con infinitos carros,
destinado a transportar los elementos necesarios para que el mundo siguiera
funcionando en su perfección.
Me
hundía en el barro. Seguí caminando. Seguí registrando mi paso por esa
naturaleza. Me dieron ganas de echarme a dormir en un lado donde había tierra
seca. Vi las ramas de un árbol sobre mí. El sol me abrigaba y vi cómo era de
verdad su corazón de astro amoroso. Tuve claridad y tranquilidad de ánimo.
Me
dio sueño. Al atardecer todo se apagó. Fallecí viendo cómo una mariposa
nocturna y una luciérnaga solitaria se posaban en mi cornamenta añosa. No dolió
la muerte ni eché de menos mi cuerpo pesado. Yo nunca dejaría ser parte del
todo, pues aún serviría de alimento para las criaturas diminutas que pueblan la
tierra. No supe más que dar gracias.
…
Cerca
de un arbusto lo vi. Estaba en el suelo con sus huesos ordenados. Me impresionó
esa muerte. Puse atención a la cornamenta de un ciervo que parecía haber muerto
de viejo. Debía llevar años ahí, pensé, al ver los blancos huesos del animal
que había sido.
Esa mañana salí de casa enrabiado. No
sabía qué me pasaba. No quería escuchar a nadie ni quería saber por qué no me
dejaban tranquilo siendo yo, y que me llamaran la atención por cualquier cosa. Estaba
aburrido de ser manso y de sentirme un prisionero de mis padres, que insistían
en decirme cómo hacer todo. No me entendían. No me escuchaban. Mi voluntad se
rebeló con una desobediencia firme. Me dolía la cabeza, estaba confundido,
desorientado; y no era que ellos fueran malvados, sino que, de repente, crecí y
me di cuenta de que sus palabras ya no me servían para el nuevo hombre que
estaba surgiendo de mi interior. Quería mi paz, mi violencia, mi voz fuerte, mi
descontrol y mis desahogos. Me fui lejos para evitar tal destrucción. Deseaba
enfrentar y defender mi arrojo a la naturaleza sin miedo a nada. Grité, rodeado
de silencio.
Me
acerqué a esos huesos y me fijé en las cornamentas. Parecían ramas secas caídas
de un árbol. Las moví un poco para sentir el peso. Me limpié las manos con un
poco de tierra y después me lavé las
manos en un riachuelo. Tocar esos restos me dio escozor. Me quedé mirando el
esqueleto largo rato. Comprendí mi vida actual como un estado nervioso de
irritación por los cambios. Me asusté
cuando algo se rompió en mí y se aceleró mi entendimiento sobre el mundo.
Primero, casi vomité el mal de mis días. Después grité y bramé como un animal al
liberar mis tensiones. Y luego no pude controlar ninguna emoción. Liberé un
torrente de emociones contenidas.
Lloré
como nunca, como si hubiera perdido a alguien de mi familia. Razoné y comprendí
que estaba mal, que estaba sufriendo, pero mi introspección no hallaba la
respuesta a mi fuerte rabieta. Puse atención al tiempo que había estado allí y
fueron cerca de cinco minutos, pero en ese momento me parecieron eternidades.
Me puse a pensar en mi casa, en mi presente y abandoné mi pasado. No temí el
futuro que tantas veces me atreví a consultar a hombres viejos más despiertos
que yo. Ellos me enseñaron a pensar, pero varias veces olvidé sus lecciones y
me arrodillé con furia ante los errores que me hicieron llorar de vergonzosa impotencia.
Sentí que me perdía en el tiempo y que apenas
dominaba mi cuerpo pequeño. Mi presencia era la de un niño, pero a veces me
desgarraba en sueños y fantasías de hombre con más años, porque estaba dejando
atrás la piel de mis primeros trece años. Estaba solo tratando de responder mis
propias preguntas duras y reveladoras acerca de cómo es crecer y sufrir la
ansiedad del futuro, cosa que nunca temí, porque me aseguraba la vida con la
protección y el cariño de mis padres. Ahora era distinto, ahora yo debía ser el
dueño y guía de mí mismo. Había dejado de ser un niño. Había dejado de jugar.
Había muerto un niño para dar su vida a un hombre.
Me
dediqué a disfrutar el presente. Vi mi vida como si fuera un solo segundo de
historia bien contada. Tan maravillado quedé de mi reflexión, que descubrí yo que
existiría más allá del tiempo y de los relojes. Me sentí dueño del tiempo, como
una fuerza que pudiera controlar con el poder del conocimiento que había
adquirido.
Conocer la mente es la clave para tener poder sobre el
propio futuro.
Dejé de pensar. Se hizo tarde, pero no
sentí miedo. El sol me iluminaría hasta el final del camino. Corté dos ramitas secas
del arbusto que estaba al lado del ciervo muerto. Las limpié hasta dejarlas como varillas y pedí a Dios que
me guiara hacia un mejor lugar. Las varillas se convirtieron en una guía perfecta.
Apuntaban como una brújula y sentí la energía del Creador guiando mi mano.
Seguí el impulso de las varillas y llegué al principio de mi camino luego de
tres horas caminando. Mientras caminaba, recordé cómo nació esta idea: hacía años
conocí a buscadores de agua que usaban ramitas de árboles para hallar agua. Y
me dije que si esas ramitas servían para buscar agua cuando se cruzaban, bien
servirían para hallar mi camino de vuelta a casa a enfrentar aquello de lo que
huía.
No
me perdí. Oí ruido de motores y de ruedas. Luego había gritos de niños jugando.
Por último, había un zumbido de voces humanas conversando, gritando, riendo,
existiendo. Las ramitas en mis manos sirvieron hasta la entrada de mi casa. Las
boté en el jardín.
Contemplé
mi casa y después de unos minutos entré. Se me pasó todo el hambre y el frío
que tuve, pero que no atendí por andar pensando tonteras tratando de parecer
rebelde con casa y padres preocupados. Me sirvieron un té caliente. Comí un
trozo de pastel de frutas y me fui al corredor de la puerta de entrada para
sentarme en una mecedora como un anciano gruñón. Nadie me molestó con
preguntas, porque nadie me vio huir, supongo. Bueno, fue una huida secreta, no
había para qué molestar a nadie con estos arrebatos. Lo quise, pero no
funcionó. Fue.
Atendí
mejor la escuela. Hice travesuras y me divertí sin hacer mayor mal a nadie. Me
gustaba estar atento, mejorar. A los pocos meses sentí amor por primera vez. En
otra vida que pudo ser, fui tímido, pero, en esta, declaré mi amor y di mi
primer beso. Entonces me sentí liviano y me supe un hombre más grande y más
fuerte. No me faltó amor, porque después vi a compañeros metiéndose en
problemas y, para que entendieran los adultos, concluí, para mí solo, que ellos
solo necesitaron atención y cariño, palabras bonitas y enseñanzas. Yo creo que
se desviaron del camino porque no supieron comprenderlos. Una vez uno me saludó
y me pidió una moneda. Vivía en la calle y no lo reconocí. Habló con desagrado,
ofendido por no recordarlo, pero le dije que estábamos muy viejos – lo que era
cierto -, le di dos monedas para comprarse una cerveza y desapareció para
siempre en esa vaga noche de mis muchos años.
Crecí
y seguí el curso normal de la vida como toda la gente. La vida me pareció un
sueño, como han dicho tantos poetas. Fui todas las edades y viví en calma
conmigo mismo. Pude aceptar toda mi biografía y quise contarla con el riesgo de
parecer un sentimental o un perdedor, no me importó, porque pude expresar en
palabras algunas de mis percepciones, porque el pensamiento es perfecto y lo
que hagamos con él no siempre es tan maravilloso en palabras o en acciones.
Ya
estoy en edad razonable. A veces se me atiborran las palabras cuando hablo. Es
que quisiera decir tanto y al final solo tengo buenas intenciones. Y se me van
todas las conversaciones en máximas de hombre que cree que lo ha vivido todo.
La vida es simple.
La vida es como la queremos ver.
No sé qué más decirles.
Hasta siempre.
Que la vida nos eleve como los árboles
que buscan su claridad en el cielo.
Escrito por Alik Handru, microcuentista chileno.
Año 2019, recuerdos bonitos.
Leería hasta el final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario