Yamil toma el agua de su botella y cae al suelo. Cae al suelo, desfallece, pero no morirá, porque el amor más inmenso no lo deja morir. No quiere morir sin el beso de la doncella, de la tipa idealizada, de la mujer pequeña y difícil: Kaisa.
Allá está, Yamil, allá lejos, donde te evita -no podemos decir los secretos que hay en esa mente- porque no te ama, no te ama, no te ama como tú corazón la ama. Entonces Yamil se va caminando de la ciudad a las tierras de la muerte. Camina esperando que Dios le traiga el amor a su puerta, a su lado, a sus manos de ternura y a su boca de deseo. Yamil camina por la tierra ochenta pasos más y ya sabemos que está en el suelo sufriendo; y no llora, porque hay algo que no quiere aceptar: sabe que no hay oportunidad.
Kaisa está lejos en otra ciudad a mil kilómetros de distancia. Nada se sabe de ella. Es un secreto que no sale a la luz. No hay forma de hacerla ver el amor. Yamil le ofreció la vida entera. Ella no dijo nada. Quizá no le creyó. Quizá tenía otra promesa de amor. Quizá también sintió que le faltaba algo que Yamil no tenía. El amor es algo tan recíproco, que no puede existir si uno de los dos no siente nada. No enciende. No prospera. Es una completa ilusión y una mentira terrible.
Yamil está derrotado. Su única esperanza es un encuentro casual. Kaisa lo tiene bloqueado en las redes sociales, en las llamadas y en toda forma de comunicación. Yamil está enamorado y puede que pase la vida entera sintiéndose perdido y solo. No amará de otra manera. No lo molestará el tiempo ni el dolor. Yamil espera y espera.
Yamil vuelve en sí.
No pierdas la cabeza, hijo.
Yamil vuelve a casa.
El sentimiento de completo vacío y de soledad lo llena de amargura.
La noche es una pausa. Las estrellas brillan como ojos tristes.