Aventura

Literatura, naturaleza y emoción.

viernes, 3 de abril de 2020

Ciervo


Ciervo


            Empecé a trazar el entendimiento de mi viaje. Estaba en un sector del bosque que no había sido recorrido. Mis orejas se movieron. Nada oí, nada me inquietó. Olí las hojas bajas de los árboles. Una racha de viento me hizo contener el aliento. El suelo tenía colores amables y tranquilos. En el bosque, mi mente se elevó hacia el cielo. Olí también un aroma dulce que transportaba la brisa. Caminé disfrutando perderme: la verdad, estaba descubriendo nuevos espacios del mundo que aparecían ante mí. Caminé por horas, hasta hallarme en un bosque pantanoso. Había tanta agua alrededor, que alcancé a percibir su movimiento, su vínculo invisible entre la materia y la vida del mundo, semejante a un tren con infinitos carros, destinado a transportar los elementos necesarios para que el mundo siguiera funcionando en su perfección.

            Me hundía en el barro. Seguí caminando. Seguí registrando mi paso por esa naturaleza. Me dieron ganas de echarme a dormir en un lado donde había tierra seca. Vi las ramas de un árbol sobre mí. El sol me abrigaba y vi cómo era de verdad su corazón de astro amoroso. Tuve claridad y tranquilidad de ánimo.

            Me dio sueño. Al atardecer todo se apagó. Fallecí viendo cómo una mariposa nocturna y una luciérnaga solitaria se posaban en mi cornamenta añosa. No dolió la muerte ni eché de menos mi cuerpo pesado. Yo nunca dejaría ser parte del todo, pues aún serviría de alimento para las criaturas diminutas que pueblan la tierra. No supe más que dar gracias.


            Cerca de un arbusto lo vi. Estaba en el suelo con sus huesos ordenados. Me impresionó esa muerte. Puse atención a la cornamenta de un ciervo que parecía haber muerto de viejo. Debía llevar años ahí, pensé, al ver los blancos huesos del animal que había sido.

Esa mañana salí de casa enrabiado. No sabía qué me pasaba. No quería escuchar a nadie ni quería saber por qué no me dejaban tranquilo siendo yo, y que me llamaran la atención por cualquier cosa. Estaba aburrido de ser manso y de sentirme un prisionero de mis padres, que insistían en decirme cómo hacer todo. No me entendían. No me escuchaban. Mi voluntad se rebeló con una desobediencia firme. Me dolía la cabeza, estaba confundido, desorientado; y no era que ellos fueran malvados, sino que, de repente, crecí y me di cuenta de que sus palabras ya no me servían para el nuevo hombre que estaba surgiendo de mi interior. Quería mi paz, mi violencia, mi voz fuerte, mi descontrol y mis desahogos. Me fui lejos para evitar tal destrucción. Deseaba enfrentar y defender mi arrojo a la naturaleza sin miedo a nada. Grité, rodeado de silencio.

            Me acerqué a esos huesos y me fijé en las cornamentas. Parecían ramas secas caídas de un árbol. Las moví un poco para sentir el peso. Me limpié las manos con un poco de tierra y después  me lavé las manos en un riachuelo. Tocar esos restos me dio escozor. Me quedé mirando el esqueleto largo rato. Comprendí mi vida actual como un estado nervioso de irritación por los cambios.  Me asusté cuando algo se rompió en mí y se aceleró mi entendimiento sobre el mundo. Primero, casi vomité el mal de mis días. Después grité y bramé como un animal al liberar mis tensiones. Y luego no pude controlar ninguna emoción. Liberé un torrente de emociones contenidas.

            Lloré como nunca, como si hubiera perdido a alguien de mi familia. Razoné y comprendí que estaba mal, que estaba sufriendo, pero mi introspección no hallaba la respuesta a mi fuerte rabieta. Puse atención al tiempo que había estado allí y fueron cerca de cinco minutos, pero en ese momento me parecieron eternidades. Me puse a pensar en mi casa, en mi presente y abandoné mi pasado. No temí el futuro que tantas veces me atreví a consultar a hombres viejos más despiertos que yo. Ellos me enseñaron a pensar, pero varias veces olvidé sus lecciones y me arrodillé con furia ante los errores que me hicieron llorar de vergonzosa impotencia.

            Sentí  que me perdía en el tiempo y que apenas dominaba mi cuerpo pequeño. Mi presencia era la de un niño, pero a veces me desgarraba en sueños y fantasías de hombre con más años, porque estaba dejando atrás la piel de mis primeros trece años. Estaba solo tratando de responder mis propias preguntas duras y reveladoras acerca de cómo es crecer y sufrir la ansiedad del futuro, cosa que nunca temí, porque me aseguraba la vida con la protección y el cariño de mis padres. Ahora era distinto, ahora yo debía ser el dueño y guía de mí mismo. Había dejado de ser un niño. Había dejado de jugar. Había muerto un niño para dar su vida a un hombre.
           
            Me dediqué a disfrutar el presente. Vi mi vida como si fuera un solo segundo de historia bien contada. Tan maravillado quedé de mi reflexión, que descubrí yo que existiría más allá del tiempo y de los relojes. Me sentí dueño del tiempo, como una fuerza que pudiera controlar con el poder del conocimiento que había adquirido.

Conocer la mente es la clave para tener poder sobre el propio futuro.

            Dejé de pensar. Se hizo tarde, pero no sentí miedo. El sol me iluminaría hasta el final del camino. Corté dos ramitas secas del arbusto que estaba al lado del ciervo muerto. Las limpié  hasta dejarlas como varillas y pedí a Dios que me guiara hacia un mejor lugar. Las varillas se convirtieron en una guía perfecta. Apuntaban como una brújula y sentí la energía del Creador guiando mi mano. Seguí el impulso de las varillas y llegué al principio de mi camino luego de tres horas caminando. Mientras caminaba, recordé cómo nació esta idea: hacía años conocí a buscadores de agua que usaban ramitas de árboles para hallar agua. Y me dije que si esas ramitas servían para buscar agua cuando se cruzaban, bien servirían para hallar mi camino de vuelta a casa a enfrentar aquello de lo que huía.

            No me perdí. Oí ruido de motores y de ruedas. Luego había gritos de niños jugando. Por último, había un zumbido de voces humanas conversando, gritando, riendo, existiendo. Las ramitas en mis manos sirvieron hasta la entrada de mi casa. Las boté en el jardín. 

            Contemplé mi casa y después de unos minutos entré. Se me pasó todo el hambre y el frío que tuve, pero que no atendí por andar pensando tonteras tratando de parecer rebelde con casa y padres preocupados. Me sirvieron un té caliente. Comí un trozo de pastel de frutas y me fui al corredor de la puerta de entrada para sentarme en una mecedora como un anciano gruñón. Nadie me molestó con preguntas, porque nadie me vio huir, supongo. Bueno, fue una huida secreta, no había para qué molestar a nadie con estos arrebatos. Lo quise, pero no funcionó. Fue.

            Atendí mejor la escuela. Hice travesuras y me divertí sin hacer mayor mal a nadie. Me gustaba estar atento, mejorar. A los pocos meses sentí amor por primera vez. En otra vida que pudo ser, fui tímido, pero, en esta, declaré mi amor y di mi primer beso. Entonces me sentí liviano y me supe un hombre más grande y más fuerte. No me faltó amor, porque después vi a compañeros metiéndose en problemas y, para que entendieran los adultos, concluí, para mí solo, que ellos solo necesitaron atención y cariño, palabras bonitas y enseñanzas. Yo creo que se desviaron del camino porque no supieron comprenderlos. Una vez uno me saludó y me pidió una moneda. Vivía en la calle y no lo reconocí. Habló con desagrado, ofendido por no recordarlo, pero le dije que estábamos muy viejos – lo que era cierto -, le di dos monedas para comprarse una cerveza y desapareció para siempre en esa vaga noche de mis muchos años.

            Crecí y seguí el curso normal de la vida como toda la gente. La vida me pareció un sueño, como han dicho tantos poetas. Fui todas las edades y viví en calma conmigo mismo. Pude aceptar toda mi biografía y quise contarla con el riesgo de parecer un sentimental o un perdedor, no me importó, porque pude expresar en palabras algunas de mis percepciones, porque el pensamiento es perfecto y lo que hagamos con él no siempre es tan maravilloso en palabras o en acciones.

            Ya estoy en edad razonable. A veces se me atiborran las palabras cuando hablo. Es que quisiera decir tanto y al final solo tengo buenas intenciones. Y se me van todas las conversaciones en máximas de hombre que cree que lo ha vivido todo.

La vida es simple. 
La vida es como la queremos ver.

No sé qué más decirles.
Hasta siempre.
Que la vida nos eleve como los árboles que buscan su claridad en el cielo.





Escrito por Alik Handru, microcuentista chileno.
Año 2019, recuerdos bonitos.










Leería hasta el final.