Aventura

Literatura, naturaleza y emoción.

martes, 18 de enero de 2022

Tigre



Tigre

Dedicado a un hombre que luchó por ser bueno.


La historia comienza en una discoteca. Tenía ojos felinos. Él me acechaba en la oscuridad, convencido de que lograría tenerme en sus garras. Adivinaba su apetito. Con la mirada, le indiqué que me siguiera. Cuando vi su rostro en la claridad del bar donde nos fuimos a conversar, advertí que sus ojos de tigre estaban atentos a cualquier movimiento. Me dio miedo que fuera serio y bravo, pero esa tensión se alivió con diálogos amables. Lo encontré interesante. Hablamos lo suficiente y acordamos que nos veríamos al otro día, porque ya cerraban el local y nos estaban echando.

Salimos a conocernos. Mostraba una gran ternura en sus gestos, a pesar de aparentar ser un hombre serio y hermético. Era grande y pesado, puro músculo, puro trabajo duro. Era robusto, un poco más que yo. Éramos grandotes. Con los meses, fuimos pareciéndonos cada vez más. Incluso nos dejamos la misma barba, lo que provocó que la gente nos empezara a confundir. Hay fotografías donde parecemos gemelos. Pero eso demoró en concretarse. Debí escuchar una biografía salvaje para liberarnos del pasado y, de esa forma, pudimos construir un futuro.

Se fue relajando con el paseo. Al principio no decíamos mucho, pero, en esas pocas palabras que intercambiamos, lo percibí dócil, dispuesto a darse a conocer y a ser querido. Caminamos largo rato. No hablamos temas personales graves. Hablábamos de cosas divertidas y nos reíamos. Se sabe que ver reír a una persona difícil es la forma más sorprendente para conocerla a fondo. De impulsivo, lo miré, lo abracé, lo besé y se quedó quieto. Respondió con delicadeza, me acarició el cabello y me abrazó lo suficiente para que se entendiera que los sentimientos eran recíprocos. 

Salimos toda la semana para conciliar nuestras soledades. Yo sentía que me había domesticado y no al revés como suele ocurrir. Me había llenado el corazón de amor genuino. Confesamos amores y desamores. Llegamos a detalles íntimos. Calculamos osadías del cuerpo. Pero, primero, acordamos hacernos los exámenes de salud de rigor. Llegado el momento de verlos - con temor, como siempre sucede -, respiramos aliviados, porque es difícil confiar en alguien a la primera. Haríamos todo con métodos seguros.

Llegó el fin de semana y fuimos a amarnos con el deseo de fuego que nos quemaba en cada beso. Lo desnudé y vi que tenía varias marcas en el cuerpo. Parecían quemaduras. Él se dio cuenta de que esos signos me habían llamado la atención. Esos segundos de profundo silencio siempre dejan huella, tal como un trauma, como un tabú, como un acto que ocurre, pero del cual no se habla. 

Esperé largo rato antes de hablar. Acaricié sus marcas. Él cerró los ojos. 
- ¿Qué te pasó en la piel? – le pregunté con un tono sereno. Él respondió de inmediato:
- No me gusta hablar de eso. 

En otra oportunidad, mirábamos el techo después de la desnudez. Estábamos callados. En ese silencio, él carraspeó, me miró a los ojos y dijo que tenía que contarme algo. Nos cubrimos el cuerpo con una manta. Se acomodó, volvió a mirar el techo y habló. 

Crecí en una casa mal construida, sumido en la pobreza de un pueblo de mar. Vivíamos con mis padres, hermanos, abuelos paternos, tíos y primos, todos en un revoltijo de gente yendo de allá para acá y metida en todas partes. En ese pueblo lo conocí. Yo estaba recién descubriendo que era distinto, que mi naturaleza se sentía mejor con otro hombre. No lo puedo explicar. Nadie lo puede hacer, creo: sólo deseas la compañía de otro porque eso te hace sentir pleno y feliz. 

Tenía cerca de dieciséis años cuando nos conocimos. Fue en una salida a la playa. Solíamos tener amigos en común. Bastó una mirada para saber que se nos se nos revolvía el estómago de las intensas ganas de estar juntos. Nos buscamos con miradas y gestos silenciosos. Estuvimos viéndonos a escondidas en lugares secretos. Aproveché un día que estaría solo para llevarlo a mi cuarto. Fuimos descubriéndonos por primera vez. No pudo ser. Estábamos en ropa interior cuando, de golpe, entró uno de mis hermanos mayores. Nos gritó con toda su alma que éramos unos maricones de mierda. Mi primer amor se vistió y se fue rápidamente y no volví a verlo. A mí me tocó lo peor: mi hermano me comenzó a pegar con un cinturón por todo el cuerpo. Me paralicé. Yo no sabía cómo defenderme. Era tan débil en esa época, que sólo acepté ese castigo porque así debía ser para soportar esa vergüenza. Mi padrastro supo de eso y, porque sí o porque no, me golpeaba igual que mi hermano. Según ellos, a punta de golpes me harían un verdadero hombre. Me pegaban por cualquier cosa. No fueron pocas veces y cada vez fueron más duros conmigo. Sólo se cansaron cuando me quedaron las marcas, que no desaparecieron ni con cicatrizantes.  

Nadie de la familia me defendía. Mi madre tenía miedo. Ella ya había sufrido mucha violencia por parte de mi padrastro y yo sé que así fue, aunque me parecen irreales esos recuerdos algunas veces. Eran tiempos antiguos y mi mente tiende a borrar esos episodios terribles. Tampoco quiero hacerle recordar esos maltratos a mi madre. ¿Tuvo ella la culpa de todo lo que me pasó? No quiero saberlo. 

A veces me preguntaba si yo merecía tanto sufrimiento. No, yo no merecía eso. Me llené de rencor. Crecí y, apenas pude, me fui a probar suerte solo a esta ciudad. Meses después mi mamá se hartó y prefirió irse a vivir sola a otra parte del pueblo. Al hermano que me golpeó, no le hablo. Lo he visto raras veces, pero él no me mira a la cara. Mi padrastro es como un fantasma que debe andar por ahí como un mal recuerdo.

- He pasado solo muchos años. Tuve aventuras como toda persona que se equivoca. ¿Sabes que no había hablado este tema con nadie? No sé si sea bueno. No quiero que estés conmigo por compasión. Sólo quiero que entiendas que decidí por mí, que acá busqué mi felicidad y que acá te encontré – me miró y sentenció: - El amor te hace fuerte.

- No sé qué decirte – fue lo único que pude decir.
- Tenemos cerca de cuarenta años los dos. Ya no tengo miedo de lo que pueda pasar – dijo con serenidad.

Y añadió:
- Hay que vivir sin miedo y sin prisa, soñando juntos – dijo, suspirando fuerte-. Por difícil que sea, vale la pena ser uno mismo.

Se nos fueron las ganas dormir, así que nos quedamos despiertos, compartiendo confidencias hasta que salió el sol. 

Lo contrario del amor es el miedo.
El miedo arruina la vida de toda persona.



 Por Alik Handru, microcuentista chileno.